domingo, 18 de julio de 2010

La cruz

Yo no sé si es el viento frío del sur, o el fastidio que me provoca quedarme sin yerba a las tres de la tarde, cuando todavía falta una hora para que abra el mercado más cercano, pero Rodolfo entra y le faltan los ojos. Puedo jurar ahora mismo, si me lo preguntan, que a Rodolfo le faltan los ojos y que en su lugar luce dos agujeros espantosos, como los que produce el taladro en una pared de revoque suelto.
Lo contemplo un rato, asombrada, sin saber si me mira con los cuencos o si me ve con el recuerdo, o con el alma, o es que yo estoy trastornada por la ola de frío y se me mezclan las imágenes y nada de lo que percibo es cierto ni creíble. Pero él camina estupendamente, pasa hacia la cocina sin estamparse contra ningún mueble. Lo oigo llenar un vaso con agua, sin volcar ni una gota. Lo veo venir hacia mí para saludarme, y todo en él es perfectamente normal, de no ser por la escandalosa ausencia de los ojos.
Entonces me besa sin ganas, hace tiempo me viene besando sin ganas, como el pago ineludible de un peaje interpuesto. He notado un comportamiento compensatorio en eso de venir a besar, y persistir en el beso reiterativo y aburrido, muy carente de todo lo que podría motivarlo.
Algo de impresión me dan esas concavidades rojizas, me hacen retraerme, echarme hacia atrás repelida, él cree que por el beso.
Me dice, fingiendo acordarse de pronto:
—Me la volví a encontrar a tu amiga, te manda saludos.
Oh, sí, Marcela en el metro, lo recuerdo, y ahora de nuevo. Toda radiante con su pelo negro y cuidado, y su cuerpo escultural, siempre a dieta, y ese rostro excesivamente maquillado y repentinamente joven. Tan fresca ella y llena de bolsas, recién divorciada, tratando de suplir con compras quién sabe qué cosas. A mí se me cayó la consciencia al piso ese día, cuando Rodolfo dijo que la vio en el metro, la primera vez que mandó saludos. Y ahora se me cae enteramente todo. Todo. Pero no los ojos, no. A mí se me cae lo otro, lo de adentro, lo que tal vez Marcela suplanta con las bolsas, y hace un ruido atroz, un desplome como de planeta de vidrio sometido a la fuerza gravitacional externa y superior de un mundo plomizo.
Yo no voy a buscárselos, no. Con ver el espacio que dejan me basta y me sobra. Yo no voy a ir a retribuírselos, ni a zamarrearlo para que espabile, porque algo se ha caído como el muro de Berlín, y por más que yo vea los funestos huecos en su cara, no logro apiadarme. Porque por más que yo advierta la ablación que padece, él no puede notar cómo algo más grande y denso que los ojos se me va a pique al piso, y desde allá abajo lo mira, reticente. Desde allá abajo lo mira, aunque su ceguera me excluya hasta extinguirme. Le hago la cruz para siempre, la cruz donde firmar lo que firmó el marido de Marcela.

7 comentarios:

Marisa dijo...

Todos padecemos ceguera unas cuantas veces a lo largo de nuestra vida. La vista la recuperamos con el bálsamo del tiempo, pero las estampas que nos deleitaron en su día, esas jamás se recuperan.

Si me lo permites, excelente relato, Noelia, la metáfora de la cual has partido para al final llegar a la más dura y plomiza realidad me ha parecido de un ingenio sorprendente. Muy buen relato.

Un abrazo.

Unknown dijo...

Noe, después de leer tu comentario, no pude evitar venir inmediatamente a leerlo y agradezco que así haya sido, porque disfruté palabra por palabra de este maravilloso relato.

"su ceguera me excluya hasta extinguirme" esto es brutal!

Me encantó.
Un beso.

Raymunde dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Raymunde dijo...

Que Rodolfo y su ceguera descansen en paz.

Buenísimo relato.

Amén

néstor dijo...

Intenté leerlo pero no encontré mis ojos. Rodolfo.

Muy buen relato, Noelia.

un abrazo

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Nelson dijo...

Qué nombre tiene Rodolfo. A veces las cegueras son escudos, una forma de tolerar lo intolerable. La humanidad, el trabajo, el clima, la existencia.
Una dosis de cerveza para Rodolfo, para que el alma le regrese al cuerpo y lo cure, le devuelva eso de lo que se ha desprovisto. O quizá sea hora de no mirar esos agujeros inmisericordes y de voltear la vista hacia otro lado, a otra cosa, a otra persona.