domingo, 13 de marzo de 2011

Optimismo

Siempre la he tenido vacunada, desparasitada, limpia y libre de pulgas, son las condiciones mínimas de higiene. Aún así, el guardia parado al lado de la puerta me deniega la entrada. Ante mi insistencia manda a llamar a un encargado, el cual se muestra rígido y espontáneamente irritado ante mis súplicas. Eso que yo me he aprovisionado de un documento que he tenido la precaución de hacer firmar por el veterinario. Es un papel que valida el estado antiséptico de la perra.

—Al chico le hará bien acariciarla, piense en la zooterapia, que en países desarrollados se aplica sin mayores inconvenientes y con resultados increíbles—trato una vez más, apelando a su caridad.

El hombre ya no me responde, tuerce la boca en una mueca de soterrado disgusto y se desaparece de mi vista, no sin antes ratificarle al custodio que no tengo autorización para entrar con ningún animal al nosocomio.

Ramona está sentada sobre sus dos patas traseras y me mira, aburrida. Le doy unas palabras de aliento y agita el rabo, barriendo algunas hojas secas.

—Será mejor que se retire, señora—me dice el guardia, de brazos cruzados, antes de largar un escupitajo al piso. Cuando procuran un diálogo impersonal y gélido te tratan de señora, estés soltera o tengas quince años de edad.

—La vereda es pública—reprocho.

—Sí, pero usted tiene intención de ingresar.

—Si contaran las intenciones todo el mundo iría preso.

No quiero aclararle que a los ojos los tengo acá arriba, en la cara, y que su intención ha descendido bastante. Entonces lo veo salir a Pablo con una caja de tergopol y unas bolsas de color verde oscuro. Él me descubre con la perra y se hace el distraído, pero lo retengo del brazo. Debajo de esos anteojos de marco grueso Pablo ve muy bien.

—Pablito...

—No se puede.

—Vos conocés todas las entradas y los horarios más propicios. Si tengo que venirme a la madrugada...

—Estás loca.

—Pablito...

—No sé qué le pasa a la gente, ¡me ve la cara...!

—De santo, Pablito.

—Sí, seguro...—dice, con tono irónico y halagado—. Vení que te digo donde podés dejar a la perra.

—Pablo, yo quiero entrar con la perra.

—¡Ya sé, y ya te dije que no se puede!—protesta, mientras mira para los lados, el guardia uniformado le devuelve una mirada de atenta supervisión.

—Vamos a los bicicleteros—dice en voz alta, para que el oficial lo escuche—, así la atás a la perra, no puede quedarse esperándote en la entrada.

—Y sin embargo ponen cada guanaco en la entrada...

Nos internamos por el camino pavimentado que se abre paso al lado de la puerta principal del hospital, son las cocheras, más adelante hay unos baños y el mentado bicicletero. Ahí también hay una puerta por donde entran y salen los empleados de la limpieza.

—No te puedo prometer nada. Es cuestión de encontrar alguna ocasión, pero qué vas a hacer ¿te vas a quedar acá todo el día mientras?

—Creo que sí. ¿Sabés cuánto lo quiero a Nathaniel, Pablo?

—Ya sé, gringa, ya sé—dice, y me cierra la mano en el hombro—. Ahí adentro hay una pila de sillas plásticas, te voy a traer una.

Me la ofrece y me dice que, de haber algún momento favorable, alguna rara oportunidad, él me va a mandar un mensajito al celular, que esté atenta.

Así que me siento, con la esperanza de que la ocasión se presente y de que, en la medida de lo posible, no tarde demasiado tiempo. Por suerte hay una canilla a dos metros porque la pobre Ramona en algún momento precisará agua. La insto a echarse mientras tanto, no me gusta que quede a la expectativa, como si hubiera una resolución y no una posibilidad.

Transcurre el tiempo, estoy agradecida de la sombra que proyecta este roble; no hace calor, pero el sol está potente. Observo con aburrimiento las sistemáticas salidas de los trabajadores, la mayoría urgidos de un cigarrillo. Los camilleros parecen siempre hiperactivos, debe de ser por la naturaleza del oficio. Los enfermeros prefieren salir a dúo, les gusta conversar, y los de la limpieza se encuentran fortuitamente y se ponen a chismear gustosamente mientras tragan alguna gaseosa o refresco frutado, son más proclives a tocarse cuando conversan.

De tanto en tanto surge uno que otro visitante. Como es una puerta de servicio sólo asoman por accidente. Los vericuetos de este establecimiento hacen que los familiares de los pacientes se extravíen por los pasillos y terminen emergiendo por accesos laterales. Siempre algún enfermero o algún radiólogo repara en ello y reencauza al perdido en el laberíntico camino de regreso a la habitación del pariente.

En eso, sin esperármelo, oigo la inconfundible voz de tía Martina. Viene con otra mujer hablando de Nathaniel, supongo, y de lo lamentable de la tragedia. La desconocida le cuenta acerca de las propiedades curativas de la mente, de cómo se han operado milagros de sanación por la simple voluntad del enfermo. Martina le contesta comentándole acerca de la inmejorable ventaja del optimismo y de cierto libro cuyo secreto estriba en conocer la manera de moverse por los túneles del tiempo. No entiendo bien, pero es algo así como una teoría de traslación cuántica que enseña que cada persona tiene varias existencias dependiendo de la dimensión que se visite. Están diciendo que es posible cambiarse de dimensión con la práctica y el ensayo. La mente humana es ilimitadamente poderosa. En alguna dimensión estamos con hijos; en otra, solteros; en otra, lisiados; en otra, exitosos y saludables... Yo ruego a dios, si existe, que no hayan ido con ésas a mi sobrino.

—No sé por qué se lo tomó tan mal—está diciendo la compañera de tía Martina—, yo nada más quería ayudarle a sobrellevar la desgracia. Hay que escuchar a los demás, sobre todo cuando te están diciendo algo útil.

—Siempre fue testarudo—contesta tía Martina—. Por eso terminó así.

Viejas de mierda. La tía Martina siempre con la misma cantinela, se conduele de todo el mundo y confunde la generosidad con la lástima. Las palabras pobrecito y pobrecita no se le esfuman de la boca, le producen un deleite mórbido, y encima pretende que la miren bonito luego de las impertinentes condolencias que se manda. Esa boquita fruncida sonríe apretada, siempre fingiendo recato, mientras se regodea en lo que al otro le pasa. Y cómo le gusta ir a misa.

—Los chicos nunca escuchan—prosigue la otra—. Luego se dan cuenta de lo importante que es prestar oído a lo que te dicen los más viejos. Yo nada más quería hacerlo sentir bien, convencerlo de que puede cambiar el estado en el que está. La fe lo es todo, hay que fomentarla. Fue esa enfermera metida la que lo puso en contra...

—Uno puede mover montañas con la mente, basta quererlo lo suficiente—dice tía Martina, con demoledora certeza, y yo me pregunto si puede hacer tantas cosas cómo es que en vez de usar lentes del grosor de un dedo no se restaura la vista.

Miro a Ramona, dormida en el suelo duro, ella sí que no habla, ella sí que es una visita amena, más salubre que ese par de locuaces de lengua bífida. Pero no la dejan entrar. Habría que llamar al INADI, cómo es que pueden entrar las víboras y no los animales domésticos.

Justo cuando una de ellas está explayándose sobre las bondades del optimismo de manera hiperbólica, escucho el chicharreo de mi celular.

Voy a asomar desde allá atrás de todo.

Así que clavo los ojos en el fondo semioscuro, allá donde se divisan unos ficus en maceta y unas luces encendidas porque ha comenzado a oscurecer. Pablo emerge, medio escondido, de atrás de uno de los arbustos. Me hace señas para que vaya. Le esbozo un gesto de precaución señalando a las mujeres, pero desestima el caso con un movimiento de mano. Me levanto disimuladamente, hago como que le doy agua a la perra, que toma poquito, porque ha bebido hace un rato, y me voy arrimando a paso de paseo, distraídamente, hacia él. Tía Martina no me reconoce, no tiene los anteojos; a la otra nunca me la presentaron.

—Vení—dice—. Y cualquier cosa me seguís el juego, por favor, si nos pescan voy a hacer como que no te vi.

—Por supuesto, no te preocupes—le digo—. Podés sacarme a escobazos si querés, lo que no te puedo prometer es que no me vaya a dar un ataque de risa.

Atravesamos un pasillo cubierto de azulejos, una sala con bancos de espera, inhóspita, un pabellón de cuidados intermedios con las cortinas todas cerradas y otra sala, llena de instrumentos de limpieza, con fuerte olor a creolina. Aparecemos por el corredor donde están los cuartos de internación. Pablo agarra un carro de esos donde llevan el instrumental, sábanas y respaldos triangulares y me escolta. Ramona va tranquila olfateando el piso, ella podría rastrear nuestras pisadas por horas hasta encontrarnos. Ha olido a Nathaniel, porque se ha puesto a jalar de la correa.

Espío antes de ingresar a la habitación, nunca se sabe si no hay una enfermera, o un visitante imprevisto. Nathaniel está solo y suelta un alarido apoteósico al descubrir a la perra, lo que hace que Pablo se me acerque furtivamente y con el dedo gravemente cruzado sobre la boca, igualito a la foto de la enfermera que en la sala de espera reza que hagan silencio, me chista ¡Shhh! ¡Shhh!

—Voy a quedarme de campana—promete—. Pero no hagan bullicio.

—¿Pero y si te necesitan y te llaman?

—Mi turno terminó hace media hora—retruca.

Yo he soltado a Ramona, que ha ido directo a las manos imperiosas de Nathaniel y está recibiendo una lluvia de caricias y de besos. La cola animosa de la perra golpea con fuerza la mesa de luz de caño, no puede dejar de emitir ese agudo sonido nasal de recibimiento.

—Sentate, Ramona—la regaño, y obedece, así la cola no golpea las cosas; su rabo es como las aspas de un helicóptero a punto de levantar vuelo.

—Gracias, tía Lali—me dice Natha, metiendo la nariz adentro de las orejas de Ramona.

—No tenés que decirle a nadie que te traje a Ramona, Natha.

—No, tía

—¿Vino tía Martina a verte?

Nathaniel pone cara de fastidio, empieza a querer rascarse las piernas que ya no tiene y se larga a llorar.

—No, mi nene, no llores.

—Pero me pican.

—Ya sabemos que es normal.

—¿Tía Lali, vos creés que si yo pienso fuerte las piernas se crecen de nuevo?—me pregunta, con los ojos llenos de lágrimas.

—No, mi nene, no te van a crecer de vuelta. Pero no es tu culpa que no crezcan, las piernas no crecen.

—La tía Martina me dijo que yo tenía que pensar que iban a crecer y que tenía que decir un día, suponete un martes, tenía que decir que para el viernes me iban a crecer, y que así entonces me van a crecer... Y yo el martes pasado dije, pero no pasó nada. Yo le dije que las piernas no crecen, pero ella dice que es por eso que no me crecen, porque yo pienso que no.

Nos miramos con Pablo y posamos los ojos en Natha, que no puede entender todavía con ocho años ni la terrible improcedencia de la gente, ni la involuntaria crueldad del optimismo.

—No le des bola, Nathaniel—le dice Pablo, que es más práctico—. ¿Sabés quién es papá Noel vos?

—Sí—contesta Natha, con un mohín de superación—. Son mis papás.

—Bueno, la tía Martina todavía no sabe. ¡No le vayas a decir, eh!

Nathaniel abre los ojos grandes, de asombro y picardía.

—¿No sabe?—pregunta, fascinado.

—No—afirma Pablo—. Preguntale, para que veas.

La tía Martina es tan conservadora que si Natha le pregunta, de miedo a meter la pata le dirá que es un hombre viejo con barba, manirroto, que anda repartiendo obsequios sentado en un trineo tirado por renos alados capaces de recorrer todas las casas de todos los niños del mundo entero en una fracción de segundo, seguramente incluyendo también a cada una de sus particiones cuánticas.

—Pero ella dice que me van a crecer.

—Mirá, Natha, es lindo creer en papá Noel—dice Pablo.

Natha asiente con la cabeza, lo mira a Pablo con mucha atención.

—Cuando la tía Martina te vuelva a decir así—le dice—, vos preguntale por qué no piensa fuerte fuerte que le van a crecer los dientes, así se saca los postizos.

Nathaniel se empieza a reír, divertido. Es capaz de sonreír en los momentos más adversos, no necesita que vengan a enseñarle el optimismo. No ha sido la falla de su optimismo, ni la maniquea ley de atracción, lo que llevó a un borracho a las diez de la mañana a cruzar en rojo y a llevárselo puesto.

Cuando descubro a una enfermera parapetada tras la puerta, me alarmo.

—No te preocupes, viene a avisar que ya llegan los demás.

Estoy segura de que ésta ha sido la enfermera que les puso en contra a Nathaniel, porque está un poco incómoda y mira el piso. Han de haber discutido, y debe de tener miedo de que le asienten una queja. Los trabajadores nuevos tienen esa desconfianza, y los que vienen del norte, ese perfil bajo, ese temor casi patológico a mandarse macanas, algo bastante lógico si se piensa que están a kilómetros de la familia.

—Si te plantan una queja, avisame—le digo a la chica, para que no se haga mala sangre.

—Sí, es que ellas...—empieza, con un dejo salteño— estaban diciéndole al niño...

—Yo ya sé lo que le dijeron—la tranquilizo—. Menos mal que hay suero antiofídico en los hospitales.

La enfermera sonríe medio abochornada.

—Sí, sí hay—contesta.

Nathaniel le da los últimos apretones a Ramona, mientras que ella se los retribuye lengüeteándole las manos.

13 comentarios:

Marisa dijo...

Tu relato podría ser verdaderamente uno de los capítulos de una espléndida novela. Pienso en ello y la imaginación se vuelve muy fértil imaginándome acontecimientos anteriores que originaron la triste estancia de Natheniel en el hospital, y también en capítulos posteriores donde el personaje de tía Martina acaba en el zoológico en el espacio para víboras optimistas.

Me ha gustado mucho, Noelia, en todo el relato late una honda tristeza mezclada con ternura exquisita, y tu fino sentido del humor.
Genial.

Un fuerte abrazo.

Noelia A dijo...

Marisa, es una buena idea lo de la novela, aunque me da un poco de miedo, te diré, tomar tal emprendimiento.
Pero quién sabe si en algún otro cuento no se me ocurra narrar las previas y las posteriores, ¡es una buena idea que me has dado!
Me satisface que hayas disfrutado el relato. Un abrazo grande

Anónimo dijo...

Me mataste!!!
Pero muy buen relato.

Ramona está sentada sobre sus dos patas traseras y me mira, aburrida. Le doy unas palabras de aliento y agita el rabo, barriendo algunas hojas secas.

Qué hermosa frase!
Felicitaciones.

Noelia A dijo...

Daniel, ¡gracias!, me alegro que te haya gustado. Es una Ramona distinta a la de tu cuento, pero viste tiene su gracia.

Un abrazo

Joe dijo...

La del personaje secundario ocupado el puesto por animal, muy común en tus relatos siempre me atrajeron, Ramona podría tener su propia novela, narrada por otros pero siempre donde ella esté.

Me gusto mucha la observación de cómo salen los trabajadores del lugar y el detalle de escribir "dios", así, con minúscula, toda una declaración de creencias.

Abrazo!!

jlg

Noelia A dijo...

Joe, si la pobre Ramona hablara quién sabe lo que diría. Ojalá me saliera un Tobermory como el de Saki, pero me parece que eso ya lo hizo él.

Otro abrazo

Palabras como nubes dijo...

Carajo, Noe, qué rebuenísimo relato!!! Muy bien delineados los personajes a través de esos diálogos tan jugosos. Me encantó este texto, está condimentado con maestría, uno saborea las sensaciones sin empalagarse. Te felicito.

Abrazo
Jeve y Ruma.

Noelia A dijo...

Gracias, Jésica, me dan ánimo tus comentarios. Un abrazo grande

José A. García dijo...

Soriano decía que su obra se basaba, casi exclusivamente, en los diálogos. Según su propia definición, creo que estaría muy conforme con tus textos, que avanzan solos con los diálogos, casi que sin ayuda de descripciones y explicaciones.

Te sigo leyendo.

Saludos y Suerte

J.

Nelson dijo...

Muy bueno tu relato Noelia.
Cuánta gente metiste dentro de la tía Martina, muchísima.

Emilia S dijo...

Hola Noelia!!, tu blog está excelente, me encantaría enlazarte en mis sitios webs. Por mi parte te pediría un enlace hacia mis web y asi beneficiar ambos con mas visitas.

me respondes a munekitacat@gmail.com

besos

Catherine

Joe dijo...

Gracias!, ya subí un sample nuevo, abrazo!

jlg

La sonrisa de Hiperion dijo...

Amiga, de nuevo por aquí. Como siempre un placer pasar por tu espacio. Pasa un buen fin de semana

Saludos y un abrazo.