domingo, 30 de septiembre de 2012

Que no...


Los dos padres se habían sentado en el medio, uno a cada costado de la mesa, enfrentados. De un lado los cinco hijos varones y del otro las tres mujeres. Me habían ubicado entre ellas. Uno de los hermanos tenía el pelo peinado furiosamente hacia atrás, hablaba resueltamente y más fuerte que el resto. Se imponía en su sector y no paraba de exprimir limón arriba del carré de cerdo.
A dos de las mujeres se las notaba incómodas, no parecían conformes con que yo estuviera allí.
—¿Tenés un hermano?—me preguntó la única amigable.
—Sí. Tengo uno.
—Ay, qué lindo...—suspiró, deslumbrada.
—¿Y tenés papá?
—También.
—Ay, qué lindo...
Las otras se reían a carcajadas y me esquivaban los ojos. Si no hubiera sido porque había que ponerse a comer, me habrían dado la espalda abiertamente.
—¿Y tenés tíos?
—Unos cuantos—contesté, desconcertada a estas alturas. Las hermanas se retorcían y había una que no se privaba de golpear la mesa.
—¿Qué es tan cómico?—pregunté, pero no me respondieron, en lugar de eso recompusieron el semblante entre sobrio y sarcástico con que me habían recibido. Pensé que no iban a reírse más, pero la preguntona siguió con su secuencia ascendente:
—¿Tenés abuelo?
Un gordito, que mantenía apoyada la cara en una mano y con la otra manejaba el tenedor, me miraba embobado desde el extremo opuesto,  me ponía nerviosa. A mí me atraía el que comía callado, con una madeja de rulos opacos cayéndole sobre la mitad del rostro. No levantaba la vista en ningún momento, pero dejaba de masticar cuando alguna de las chicas me preguntaba alguna cosa.
Enrollé un tallarín en el tenedor con el cuidado del que quiere desentenderse de la indiferencia con la que está siendo tratado. Era buena pasta, en el fondo era buena pasta. Cuando me pasé la servilleta por los labios la que se llamaba Lucrecia volteó hacia mí.
—Qué asco. Es una servilleta lavada.
Aparté el paño de mi boca instintivamente y luego recalé en lo que había dicho.
—Que esa servilleta está la-va-da—repitió.
La que todavía no me había dirigido la palabra se apiadó:
—A Lucre no le gustan las cosas lavadas.
Su explicación me confundió un poco más, porque la ropa de Lucrecia estaba impecable. Pero no quise cuestionar nada. Como no le había respondido a la que llamaban Nené, ésta insistió:
                —¿Tenés abuelo?         
Las otras se desternillaron, tanto, que la madre giró hacia ellas y las regañó con la vista. El silencio entonces fue completo. Sin embargo, Nené aguardaba la respuesta.
—Sí, sí tengo. ¿Por?
—Ay, qué lindo...
Otro desternillamiento. En esta instancia, la madre se levantó estrepitosamente, agarró del brazo a la preguntona y la sacó por la puerta, casi a la rastra. Al rato reingresaron al comedor, la una satisfecha y digna y la otra amedrentada y cohibida.
El chico de los rulos había empezado a espiarme por entre el cabello. El del pelo echado para atrás insistía en hablar de política con el padre, sin embargo todo lo que decía era tienen que volver los milicos, acá tienen que volver los milicos. La mesa era larga y no se oía lo que comentaban los otros, pero éste declamaba como Perón, a voz en cuello.
El chico de los rulos se metía porciones grandes, tenía los dos codos sobre la mesa y parecía querer rebelarse contra la etiqueta, o quizás contra otra cosa. De todas formas no había que ser muy revolucionario para contrastar con un padre que era el propio arquetipo de la idiotez.
En mitad del banquete se fue la luz, hubo chiflidos y quejidos de disgusto. La madre trajo una vela que sumió la escena en una pintura de La Tour. La comida retomó su cauce catastrófico hasta que, en algún momento, en la penumbra temblorosa que medraba a los costados de la llama, se escabulleron todos. La madre se puso a lavar los platos hacendosamente y yo a buscar mi maletín para irme. Al no hallarlo comencé a quejarme en voz alta y ella me previno:
—No lo busques en el perchero, creo que lo he puesto en la mesa del living.
No logré distinguir hacia dónde apuntaba su dedo, pero avancé, a tientas, y me metí en la primera puerta que encontré. Había sillones, sí, pero ningún maletín.
—Tengo mis documentos ahí. Por favor, son papeles importantes—rezongué.
La madre me contestó de lejos que no me preocupara, que ya venía el postre. Sin querer, tiré un adorno al suelo y sonó a cerámica hecha añicos. Mi maletín no estaba por ningún lado. Agachada fui registrando cada tramo del piso hasta dar con un pedazo de papel.
—No te preocupes—me susurraron al oído.
El susurro me agarró desprevenida, sentí el vientito de la persona que se escurre. Me incorporé y tendí las manos hacia el dueño de la voz, pero se había retirado. Pregunté a dónde quedaba el tocador, para ver quién me contestaba, y la señora me respondió desde la cocina, con un dejo de asombro, que al fondo a la derecha.  Los baños, usualmente, están al fondo y a la derecha, nunca a la izquierda, dijo. Por qué será que no se me había ocurrido.
Al abrir la mano frente a la vela reconocí un fragmento de mi pasaporte. Tarde para buscar a la mujer, en el fregadero la vajilla estaba lavada y apilada y ella se había retirado después de acomodar sobre la mesa un montón de compoteras con helado con sus cucharas.
—Nadie come postre nunca—dijo la voz—. Pero ella lo mismo lo sirve.
Volteé, recelosa, y el chico de rulos avanzó hasta dejarme contra la pared.
—¿Conociste a Lucre?—preguntó con tono apacible—. La que no usa ropa lavada, digo.
Aunque estaba apabullada, sabía que lo conveniente era seguirle el juego. A los locos siempre hay que seguirles el juego, es una vana valentía lo contrario.
—Sí... ¿Le gusta la ropa sucia?
—No. Le gusta la ropa nueva.
Me temblaban las manos, había empapado de sudor el trozo de pasaporte que trataba de ocultar. Pensaba en mi documento de identidad, en mi cédula policial, en las copias de las actas de expropiación, en las órdenes de embargo, en el teléfono celular, en todo lo que estaba dentro del maletín.
—¿Qué te pareció Nené? Está medio enferma, pero es amistosa.
—¿Está enferma?
—Es ninfómana. Mamá la tuvo encerrada un mes entero en la habitación de abajo.
—¿En la de abajo?
—Sí, porque la ventana da al patio.
—¿Y se curó?
—No. Cayó un paracaidista.
—¿Qué?
—Que cayó un paracaidista en el patio.
Quería disimular la obsesiva intensión de ganar la puerta, pero no podía reprimir el temblor que desentonaba con el calor, la falta de interés en el diálogo, el miedo que me impedía reírme. Tampoco podía ocultar las ganas de quedarme a pesar de todo. Podía hacerme una idea de lo que sentía un sujeto con síndrome de Estocolmo. Le miraba los rulos, armados, cuando se oyó una puerta y unos pasos y él me tomó de la muñeca y me arrastró hasta un cuarto pequeño.
—Shh—me dijo. Quedé con la nariz cerca de su oreja, el cabello suyo tenía olor a maíz y a champú de manzana.
Contemplamos al hermano mayor atravesar el comedor, elegir una compotera, clavar la cuchara en el helado, soplar la llama de la vela y retirarse. En la oscuridad noté un punto de luz que era de un televisor en stand by.  Él se dio cuenta y  me aferró del brazo preventivamente.
—¿Te gusta mi cabello, no?—preguntó. Había un resplandor que entraba por todas las ventanas, quizás mis ojos brillaban en la oscuridad. Tal vez podía verme mejor de lo que yo lo veía a él.
Sus bucles me hacían recordar a las guías de las plantas de zapallos, a los zarcillos de las luffas. Alargué la mano y estiré un mechón que, al soltarlo, se ensortijó como un resorte y desprendió un poco de polvo que me cayó en la cara.
—Es harina. Trabajo en la cerealera—explicó—. Todavía no me bañé.
—Por qué apagaron las luces.
—Para romper el papel ése que trajiste.                         
—No se trata de un conjuro. Expiden otro y listo. Van a perder la casa si no pagan—me enojé.
—Yo ya sé eso, qué me decís a mí. A mí qué me importa—replicó, encogiéndose de hombros, apartándose un poco—. Yo no mando acá y esta casa me importa un pito.
—¡Como pudieron romperme el pasaporte!—exclamé, exasperada.
Se escuchó un ruido de perilla y las luces del comedor que se encendían nuevamente. No había nadie rondando cerca.
—Ése lo rompí yo—dijo.
—Van a perder la casa...—insistí, sin digerir lo que acababa de anunciarme. Me enseñaron a exacerbar el mecanismo de reacción en la gente, y eso me sale ya maquinalmente. También me enseñaron a enmascarar las emociones,  a procesarlas gradualmente, de forma invisible.
—Y vos el título.                                       
Sacó algo del bolsillo y me lo aplastó contra el pecho. Era mi documento de identidad. Después, me pasó la cédula y una de las tarjetas de crédito.
—¿Por qué perdería mi título?
—Por involucrarte con tus clientes.
—Yo no me involucré con ningún cliente.
Entonces cerró la puerta del cuarto, corrió el pestillo y me  besó. Había una cama repleta de almohadones en la que nos tumbamos. Una luz débil  que entraba por la ventana  nos daba en la cara.
Dijo que ahora sí me había involucrado. Yo no le di importancia a eso, porque en realidad no la tenía. Él no sabía que no la tenía.
—Te faltó devolverme mi celular.
— Se lo quedó mi hermano, el que te miraba. Mañana te lo alcanzo si me decís adónde.
—Adónde qué.
—Adónde llevártelo.
Yo había escuchado el clin de mi teléfono por ahí cerca, cuando comenzaba a descargarse sonaba como una campana oxidada.
—Está bien—le dije, mientras me acomodaba la ropa—. Quién fue el que me llamó.
—Yo te llamé.
Todo el tiempo yo había pensado que sabían por qué estaba ahí, con quién hablaban y de qué.  Ahora no estaba nada segura. No podía comprender que se volvieran en mi contra como si fuese una intrusa que tratara de perjudicarlos o, en el mejor de los casos, como una vieja compañera de jardín de una de sus hijas.
—Y por qué me llamaste, si la casa no te importa, eh. Ay, carajo.
Descorrí el pestillo y salí sin volverme. Atravesé el comedor iluminado, el pasillo, el patio donde habría caído el paracaidista y el recibidor. Afuera no pasaba ni un puto taxi. Él me siguió hasta la esquina y me tomó del brazo.
—Es que están tan ciegos ustedes, tan metidos en las cloacas que no ven nada—replicó.
—¿Te conozco de otro lado, no?
Saqué un atado de cigarrillos y empecé a fumar compulsivamente. Con cada exhalación trataba de anunciarle que me era indiferente, pero no lo lograba: me había destrozado el pasaporte. Debía de ser un universitario. Un muchacho al que los padres no habían podido pagarle el estudio a su tiempo y lo emprendía ahora que le era posible autofinanciárselo. Nadie puede registrar todos los rostros en las aulas, son cientos, menos cuando se hacen pasantías y suplencias, y no se tiene una cátedra.
—Debí citarte en otra parte y con otra excusa.
—Bueno... creo que sí.
—¿Hubieras venido?
Aplasté la colilla en la vereda. Los remises respetan la ley justo cuando uno más los necesita. Ese mismo automóvil que sorteó mi señal de mano habría frenado si respondiese a una llamada telefónica. Me metí un chicle en la boca y le convidé uno, pero él lo rechazó.
—Contésteme. ¿Hubiera venido?
El cambio de trato no me agradó, era como el prefacio de una retirada. Una vez cuando chica me había ensuciado de barro y heces de vaca para jugar al camuflaje y alguien me había dicho de muy mal talante: no te toco ni con un palo. El cambio de trato era similar a ese palo con que no me tocaban, era igual a las pinzas con que los entomólogos manipulan a los insectos. El problema es que, desde esa vez, al palo y a las pinzas venía poniéndolos yo.  Me sentí como si me quitaran un abrigo en medio del Himalaya. No se me da bien el tumo.
—¡Contésteme si hubiera venido!
Escupí el chicle a un costado. Recordaba las líneas de un poema que había leído en el taxi durante el trayecto hasta allí, unas líneas premonitorias que no podía dejar de rumiar con algo de culpa: he ejecutado un acto irreparable, he establecido un vínculo. Estaba completamente helada, de pies a cabeza. Helada, con treinta y cinco grados de temperatura ambiente.
Así que le salté a los labios, como un candilú escapando del hielo. Qué iba a hacer. Al cuello, como un vampiro anémico. Que no, que no hubiera ido.








2 comentarios:

Franziska dijo...

¡Qué interesante y extraña historia! ¿Se trata del comienzo de una novela?
Está magníficamente desarrollado y la lectura te mantiene intrigada. La verdad, siento que haya concluido.

Te felicito por este relato. Un abrazo. Franziska

Noelia A dijo...

¡Gracias, Franziska! La verdad es que es cuento nomás, capaz no le di un remate contundente, jaja.

Me alegra que te haya divertido, un abrazo.