Apoyo el pie
la mañana de un domingo lluvioso, el izquierdo, como siempre, del otro lado queda
la pared. De un salto me incorporo sobre la alfombra pateando en el descuido una
de las pantuflas. El calor descendiendo me sorprende somnolienta, corro atolondrada
en dirección del baño. Inútil la diligencia, los movimientos osados lo
precipitan. Manchas en el suelo, en la alfombra, en la cama, en el picaporte.
Me ha venido
violeta. Llevo mi mano a la boca como si esto pudiera ser oprobioso. Apresuro
la caja de compresas. Dos líneas paralelas deshonran mi piyama blanco. Un
charco violáceo se agranda al borde de mis pies.
Madre
irrumpe sin anunciarse, se lleva también la mano a la boca, aterrada, es la
personificación del escándalo.
—¡Violeta!—exclama,
apresurándose en bajar la persiana, en cerrar las cortinas, en llamar a papá
con un susurro.
Padre se
interpone en el pasillo, justo a medio camino entre la pieza y el baño, donde
estoy yo tratando de librarme.
—Dios mío—involucra
siempre potestades—, ¡no puede ser!
—¡Shh...!—chista
ella, con el dedo como una enfermera—. Callate y andá a llamar a la vecina.
—¿A la
vecina?—Elvio se rasca la cabeza—. ¡Esto
es más bien para el vecino!
Madre, con
los brazos en jarra. Padre, con el ceño fruncido. Yo en medio, desesperada por meterme
al baño, intentando contener lo incontenible.
—Ya estaría
mal que fuera rojo... Pero... ¿violeta?
—¿Y vos le
revisaste alguna vez los períodos, Elsa? ¿Eh?
—No... ¡yo
confiaba...!—madre me extiende una mirada recriminatoria, los ojos
violentamente acusadores, las manos crispadas a punto de algo.
Trago saliva.
Con los brazos paralelos al cuerpo, los puños apretados y las piernas comprimidas
los contemplo reñirse, mantener una guerra fría, equidistante, que estalla en
el encuentro de los rayos de sus pupilas. Nadie va a ganar, ya sabemos, las
fuerzas de igual tenor se anulan entre sí. Ahí, en la colisión, se forma una
estela violeta, algo que se parece mucho a las auroras boreales.
Nunca debe
una pedir lo que es suyo. Lo que es propio se toma, pero ahí estoy como burra
al trigo:
—¿Me dejan
pasar?
Silban.
Después me fulminan con la vista como basiliscos sincerados.
Me encojo
cohibida, la cabeza hundida entre los hombros, la mirada avergonzada, las
piernas cruzadas, apretadas. Un lago violeta expandiendo su diámetro apura el
crecimiento hacia ellos. El pasillo es estrecho. Reculan, pegan las espaldas a
las paredes. Intento aprovechar el camino despejado pero es en vano, espabilan
ante mi tentativa y se me enfrentan.
—¿Y desde
cuándo te viene violeta a vos?—inquieren.
—Desde hace
rato.
—¡Cómo!
—Al
principio era intermitente... luego... se fue regulando.
—¡¿Regulando?!
Unos golpes vivos
aporrean la puerta de entrada a la vivienda. Son los vecinos. Mis padres debieron
de alertarlos con los gritos, o quizás hicieron a escondidas una llamada
perdida.
—¿Y de qué
color te venía al principio?—pregunta madre, con los ojos abiertos y un mohín suspicaz
que jamás antes le había advertido.
La pregunta
no me agarra de sorpresa. Es más, estaba esperando que la hiciera. La tensión
se siente en el aire, una especie de cosquilleo molesto igual que la energía
estática que precede a las tormentas. Es algo tan personal entre ella y yo que
si nos expusieran a un público avezado éste no tardaría en notar la inminencia
de la lucha, ni en decantarse en arengas, apuestas y chiflidos.
—Azul, Elsa,
qué clase de pregunta es ésa—interviene padre.
—Que de qué
color te venía antes, contestá—insiste madre.
—¡Ay, pero,
Elsa, te pasás!—continúa, ingenuo.
Hablan sin cuidado
del tono ni del volumen ahora, como si ya no les importase la inmiscusión ajena
porque yo hubiera pasado súbitamente a formar parte de lo ajeno. En la puerta
han cesado los golpes, en vez se oyen unos ruiditos que hacen pensar en dos
narices respirando juntas por el pasacartas.
—Rojo—contesto—.
Siempre me ha venido rojo.
Madre se
agarra el corazón, emite un quejido agudo, y padre la asiste.
—¡Mirá lo
que le hacés a tu madre!
La
indignación va poblando los gestos hieráticos de mi padre mientras mi madre se
queda sin aire de a poco y las revistas con que él la ventila van resultando exiguas.
La puerta de entrada se abre en estampida. Los vecinos acuden. Hay tanta sangre
en el piso. Echan una mirada rápida a mí y al suelo, si tuvieran una cámara
quizás tomarían una fotografía, pero no la cargan y en cambio están en una
emergencia: madre exhala dificultosamente, a tiempos cortos, y el lapso de
ahogo es cada vez más prolongado.
—Hay que
llamar a la Cruz roja—sugiere el vecino.
—De rojo ya
tenemos suficiente...—se opone padre, cacheteando a madre para ver si puede así
despertarla del sofoco—. Elsa, ya basta. Ya basta.
Madre detiene
entonces la agitación. Se queda todavía unos segundos paladeando el desengaño,
aguardando el arribo de la resignación. No existen restos de asombro en su
rostro cuando le pide a la vecina que le acerque un vaso con agua, o cuando
solicita al vecino que le alcance un caramelo por la mengua de glucosa en
sangre. Siempre le pasa, el vecino lo sabe. Padre alisa el entrecejo aliviado
de que madre esté estable y animada nuevamente, baja su cabeza hacia el suelo y
descubre la marea que marcha rauda y
presta a mancharles los pies a todos.
—¡Violeta!—vocifera
padre—¡violeta!
Tras la
alarma cunde el pánico. Los cuatro se apuran a ponerse a salvo en los mosaicos
limpios de la casa, fuera del corredor. Me observan desde afuera del túnel
avanzar despacio hasta el baño. Me contemplan entrar. Me contemplan salir. La
parsimonia responde a las circunstancias. Ya no hay nada que prevenir, acaso
quede algo que perder.
—No se le
nota—comenta la vecina al verme limpia y calzada—. No se le nota nada.
—¿Será... contagioso?—arriesga
Elsa.
Hay un
silencio efímero que equivale a una respuesta colectiva. Sin embargo, siempre
alguien contesta las preguntas, ya sea por cortesía, ya sea por costumbre.
—Seguramente—responde
padre con un gesto categórico que echa por tierra cualquier ilusa pretensión de
apañamiento—. Estas cosas no se heredan.
Dejo caer la
cabeza. Sólo se puede levantar la frente una vez que te la hundiste en el
esternón si la seguís enterrando, tanto, que asoma por la espalda y regresa a
su sitio luego de trescientos sesenta grados y una visión trasera patas para
arriba.
Doy el
primer paso de huida. Miro al piso para desfilar ante ellos. Se apartan con
presteza, voltean a mirarme cuando
traspongo el porche, cuando salgo a la vereda. Siento sus ojos clavándoseme en la
nuca como una aguja en el occipucio.
Me asalta la
certeza de la sal aguardando la debilidad. Pero no hay tentaciones aquí. Oh, no.
1 comentario:
HOla! Me llegó ayer tu libro, con dedicatoria y todo! NO lo puedo creer, MUCHAS GRACIAS, lo empezaré a leer en cuanto se me vaya esta fiebre que no me permite siquiera estar frente al monitor, aunque no quería dejar de agradecerte semejante gesto.
No veo la hora de leerlo, de nuevo mil gracias y te contaré apenas termine todo lo que me paso con él! Un abrazo enorme!!!
jlg
Publicar un comentario