lunes, 22 de octubre de 2012

Violeta




        Apoyo el pie la mañana de un domingo lluvioso, el izquierdo, como siempre, del otro lado queda la pared. De un salto me incorporo sobre la alfombra pateando en el descuido una de las pantuflas. El calor descendiendo me sorprende somnolienta, corro atolondrada en dirección del baño. Inútil la diligencia, los movimientos osados lo precipitan. Manchas en el suelo, en la alfombra, en la cama, en el picaporte.
        Me ha venido violeta. Llevo mi mano a la boca como si esto pudiera ser oprobioso. Apresuro la caja de compresas. Dos líneas paralelas deshonran mi piyama blanco. Un charco violáceo se agranda al borde de mis pies.
        Madre irrumpe sin anunciarse, se lleva también la mano a la boca, aterrada, es la personificación del escándalo.
         —¡Violeta!—exclama, apresurándose en bajar la persiana, en cerrar las cortinas, en llamar a papá con un susurro.
         Padre se interpone en el pasillo, justo a medio camino entre la pieza y el baño, donde estoy yo tratando de librarme.
         —Dios mío—involucra siempre potestades—, ¡no puede ser!
         —¡Shh...!—chista ella, con el dedo como una enfermera—. Callate y andá a llamar a la vecina.
         —¿A la vecina?—Elvio se rasca la cabeza—.  ¡Esto es más bien para el vecino!
         Madre, con los brazos en jarra. Padre, con el ceño fruncido. Yo en medio, desesperada por meterme al baño, intentando contener lo incontenible.
         —Ya estaría mal que fuera rojo... Pero... ¿violeta?
         —¿Y vos le revisaste alguna vez los períodos, Elsa? ¿Eh?
         —No... ¡yo confiaba...!—madre me extiende una mirada recriminatoria, los ojos violentamente acusadores, las manos crispadas a punto de algo.
         Trago saliva. Con los brazos paralelos al cuerpo, los puños apretados y las piernas comprimidas los contemplo reñirse, mantener una guerra fría, equidistante, que estalla en el encuentro de los rayos de sus pupilas. Nadie va a ganar, ya sabemos, las fuerzas de igual tenor se anulan entre sí. Ahí, en la colisión, se forma una estela violeta, algo que se parece mucho a las auroras boreales.
Nunca debe una pedir lo que es suyo. Lo que es propio se toma, pero ahí estoy como burra al trigo:
         —¿Me dejan pasar?
        Silban. Después me fulminan con la vista como basiliscos sincerados.
Me encojo cohibida, la cabeza hundida entre los hombros, la mirada avergonzada, las piernas cruzadas, apretadas. Un lago violeta expandiendo su diámetro apura el crecimiento hacia ellos. El pasillo es estrecho. Reculan, pegan las espaldas a las paredes. Intento aprovechar el camino despejado pero es en vano, espabilan ante mi tentativa y se me enfrentan.
        —¿Y desde cuándo te viene violeta a vos?—inquieren.
       —Desde hace rato.
       —¡Cómo!
       —Al principio era intermitente... luego... se fue regulando.
       —¡¿Regulando?!
       Unos golpes vivos aporrean la puerta de entrada a la vivienda. Son los vecinos. Mis padres debieron de alertarlos con los gritos, o quizás hicieron a escondidas una llamada perdida.
       —¿Y de qué color te venía al principio?—pregunta madre, con los ojos abiertos y un mohín suspicaz que jamás antes le había advertido.
       La pregunta no me agarra de sorpresa. Es más, estaba esperando que la hiciera. La tensión se siente en el aire, una especie de cosquilleo molesto igual que la energía estática que precede a las tormentas. Es algo tan personal entre ella y yo que si nos expusieran a un público avezado éste no tardaría en notar la inminencia de la lucha, ni en decantarse en arengas, apuestas y chiflidos.
      —Azul, Elsa, qué clase de pregunta es ésa—interviene padre.
      —Que de qué color te venía antes, contestá—insiste madre.
      —¡Ay, pero, Elsa, te pasás!—continúa, ingenuo.
       Hablan sin cuidado del tono ni del volumen ahora, como si ya no les importase la inmiscusión ajena porque yo hubiera pasado súbitamente a formar parte de lo ajeno. En la puerta han cesado los golpes, en vez se oyen unos ruiditos que hacen pensar en dos narices respirando juntas por el pasacartas.
       —Rojo—contesto—. Siempre me ha venido rojo.
Madre se agarra el corazón, emite un quejido agudo, y padre la asiste.
       —¡Mirá lo que le  hacés a tu madre!
       La indignación va poblando los gestos hieráticos de mi padre mientras mi madre se queda sin aire de a poco y las revistas con que él la ventila van resultando exiguas. La puerta de entrada se abre en estampida. Los vecinos acuden. Hay tanta sangre en el piso. Echan una mirada rápida a mí y al suelo, si tuvieran una cámara quizás tomarían una fotografía, pero no la cargan y en cambio están en una emergencia: madre exhala dificultosamente, a tiempos cortos, y el lapso de ahogo es cada vez más prolongado.
       —Hay que llamar a la Cruz roja—sugiere el vecino.
       —De rojo ya tenemos suficiente...—se opone padre, cacheteando a madre para ver si puede así despertarla del sofoco—. Elsa, ya basta. Ya basta.
        Madre detiene entonces la agitación. Se queda todavía unos segundos paladeando el desengaño, aguardando el arribo de la resignación. No existen restos de asombro en su rostro cuando le pide a la vecina que le acerque un vaso con agua, o cuando solicita al vecino que le alcance un caramelo por la mengua de glucosa en sangre. Siempre le pasa, el vecino lo sabe. Padre alisa el entrecejo aliviado de que madre esté estable y animada nuevamente, baja su cabeza hacia el suelo y descubre la marea  que marcha rauda y presta a mancharles los pies a todos.
        —¡Violeta!—vocifera padre—¡violeta!
        Tras la alarma cunde el pánico. Los cuatro se apuran a ponerse a salvo en los mosaicos limpios de la casa, fuera del corredor. Me observan desde afuera del túnel avanzar despacio hasta el baño. Me contemplan entrar. Me contemplan salir. La parsimonia responde a las circunstancias. Ya no hay nada que prevenir, acaso quede algo que perder.
        —No se le nota—comenta la vecina al verme limpia y calzada—. No se le nota nada.
        —¿Será... contagioso?—arriesga  Elsa.
        Hay un silencio efímero que equivale a una respuesta colectiva. Sin embargo, siempre alguien contesta las preguntas, ya sea por cortesía, ya sea por costumbre.
        —Seguramente—responde padre con un gesto categórico que echa por tierra cualquier ilusa pretensión de apañamiento—. Estas cosas no se heredan.
        Dejo caer la cabeza. Sólo se puede levantar la frente una vez que te la hundiste en el esternón si la seguís enterrando, tanto, que asoma por la espalda y regresa a su sitio luego de trescientos sesenta grados y una visión trasera patas para arriba.
        Doy el primer paso de huida. Miro al piso para desfilar ante ellos. Se apartan con presteza,  voltean a mirarme cuando traspongo el porche, cuando salgo a la vereda. Siento sus ojos clavándoseme en la nuca como una aguja en el occipucio.  
        Me asalta la certeza de la sal aguardando la debilidad. Pero no hay tentaciones aquí. Oh, no.

1 comentario:

Joe dijo...

HOla! Me llegó ayer tu libro, con dedicatoria y todo! NO lo puedo creer, MUCHAS GRACIAS, lo empezaré a leer en cuanto se me vaya esta fiebre que no me permite siquiera estar frente al monitor, aunque no quería dejar de agradecerte semejante gesto.

No veo la hora de leerlo, de nuevo mil gracias y te contaré apenas termine todo lo que me paso con él! Un abrazo enorme!!!

jlg