sábado, 10 de agosto de 2013

La voz de F. diciéndome estás equivocada  suena como una estampida de elefantes. La tomada de pelo es tan impune. Podría reírme de mí misma ahora, pero ya se me adelantaron. No sé qué instinto replegado por la paciencia me mantiene con el cuerpo quieto y las orejas abiertas. Debe ser que  me enteré que tengo el reflejo de huida exacerbado, y trato de controlarlo. Huevadas. ¿Quién puede anular a un tigre que se esconde en las manchas de un rinoceronte que nace en las sombras de la luz trasera, esa luz que está en la espalda y que nunca se puede mirar de frente, por mucho que se gire y gire y gire...?
Lo peor es que no puedo controlar la taquicardia. Empieza con un dolor de panza parecido al de los minutos previos a un examen. Las manos resuman frío. Comienzo a aterirme, a querer evadir lo que lo causa. Ahora es la voz de F. ofreciendo otra vez la mano para saltar el océano, ese océano que se lo traga a él y a su mano siempre.

La cosa es que el manual propone como terapia cognoscitiva el reírse de uno mismo. Así que, mientras se excusa, me río de mí escuchándolo. Entonces se queda callado, luego me reclama que me burle. Y cuando dice que me burlo, que justo yo me burlo, estallo en una risotada socrática de esas que no se manejan porque revientan desde afuera, como si una estuviera contemplando la escena desde una platea.

—¿Vos crees que esto es gracioso?—dice, empleando su mejor tono de fingidor patológico.

Si me río de mí misma le arruino el festín, a que sí. Me doy palmadas en las rodillas, sugestiono la risa con algún chiste viejo que me llega a  la cabeza, me agarro la panza. Le poso una mano en el hombro, me río más. Sacudo la cabeza, le palmeo la espalda.

—Bueno, no sé qué tomaste, pero debe ser buena la merca, eh—anuncia, con algo de frustración, todavía esperanzado en su labor reduccionista.

 Pero mi seriedad se esfumó. Soy como una calesita sin manijas, que gira en un sentido y en otro según me dé el viento. La panza me ha dejado de doler y las manos no están mojadas. Reírse de uno mismo sirve. Lástima que los que tienen remordimientos se sientan aludidos.

—¿Vos sabés quiénes eran los jíbaros?—le pregunto, para verle esa cara de perplejidad que pone cierta gente cuando siente que la aventajan o  que le quieren hacer pisar el palito que ella misma largó al suelo.

—Qué tienen que ver esos animales—replica—. Yo te digo que anoche...

Ahora que agarré el envión no paro, estoy tentada. Para ser el hazmerreir me estoy riendo muy bien. Es como si el fuego se quemara. Imagínense qué fiasco para el asador. Las carcajadas se comen el bullicio de sus palabras. No he escuchado ningún disparate, me escucho a mí misma, desde la más clara mayéutica. Disparate, eso, disparar, es lo que intento contener, el dispararme, el salir como una bala, o reventar como una bomba. ¿Por qué será tan difícil abrir los cerrojos de a uno?

—Mirá, anoche...

—Gracias por las risas—digo, repuesta—. ¿Anoche? No volverá a ocurrir. ¡No te preocupes!

Y me voy despacito, sin salir disparada. Amarrado el instinto exacerbado del escape, me queda este caminar de asesino de pelis de terror. Aunque, en definitiva, soy del rebaño también. Negra, oveja negra, de las que chillan y alertan el ganado.

2 comentarios:

Franziska dijo...

Mira, acabo de leer todos tus relatos hasta que he llegado a la altura del último poema que publicaste. Me han gustado mucho. Tienen un clima, una gracia, son entretenidos. En resumen están muy bien. Y el hecho de que estén escritos en primera persona los hace tan reales...Es un acierto. Están muy bien.

Noelia A dijo...

Gracias, Franziska. Me alegra, sobre todo, que no aburran, así que si están entretenidos, pues quiere decir que no voy tan descaminada!! Un abrazo y, desde ya, se agradece la lectura y el comentario, siempre son muy animadores para seguir escribiendo.