lunes, 5 de enero de 2015

Sándalo



Soy capaz de distinguir el sándalo por sobre cualquier otro aroma. Puedo confundir el almizcle, el incienso, la mirra, el patchouli, pero no el sándalo, está calado en mi memoria como los poros en la piel. Es por una gitana que tenía de vecina en uno de los barrios donde viví de chica, una mujer joven ataviada con telas de colores que me dejaba esconder debajo de la mesa mientras lanzaba presagios armada de un mazo de tarot marsellés. Sólo encendía sahumerios de sándalo porque creía que los demás traían malos augurios y nublaban las predicciones. El sándalo, entonces, representaba el portal del oráculo.

Ahora, en cambio, la dueña de casa prendió el sahumerio con el afán de tapar el olor de la pirotecnia, del alcohol y de los pickles. La revelación iba a venirme de la boca de un borracho. Éste tendría unos cincuenta años, y se notaba que la embriaguez era su estado más frecuente. Me señaló como si yo fuera alguien disfrazada y él hubiera descubierto mi identidad.

—Vos le tenés miedo a algo peor que la muerte—dijo, levantando el vaso para servirse más—. Yo también.

—¿Qué?

— Y, para peor, tenés una sirena cerca.

—¿Qué?

—Tapate los oídos. Fueron capaces de confundir a Ulises... ¡A Ulises, por todos los cielos!

Me quedé viéndolo. Ya no me miró, se levantó por otra botella y tambaleó tremendamente. Le agradaba que lo persiguiera, y yo estaba al margen de complacencias o castigos, solo necesitaba la información... Me sentí como Kafka en aquel sueño en que un animal intentaba amaestrarlo. Quizás fuera el sándalo flotando en el ambiente. El sándalo es una madera protectora, pero estimulante.

—Explíqueme.

Al llegar a la heladera volteó hacia mí. La sidra que sacó del congelador había quedado olvidada allí y el frío la había reventado, lucía como una fuente congelada en plena afluencia. Zarandeó la cabeza con pena y colocó la botella en una olla con el cuidado con que se ubica a un niño en su cuna.

—Que te persigue una sirena.

—No—renegué—. No me gustan las mujeres.

El borracho lanzó una risa ahogada y empezó a revisar con ansiedad los estantes de arriba de la parador hasta que dio con un ananá fish. Parecía saber dónde estaban las cosas, a pesar de no estar en su casa, encontraba todo rápido y sin tantear. Buscó otra olla y acomodó la nueva botella dentro, junto con una buena cantidad de hielos.

—Entre las tortugas—declaró sin mirarme—, iguanas, jirafas, corzuelas, ballenas y demás también hay machos, ¿no crees, reinita?

—¡Joder, no me diga reinita!

—Joder, joder, te estás juntando mucho con gallegos me parece...

Nos miramos largamente. Ante mi estupor, sacó un paquete de 4370, los que usaba mi tío hace años, cuando estaba vivo y se mataba de a poco. Lo encendió con una cerilla de color amarillo fluorescente que se me antojó de lo más flogger.

—¿Por qué escribiste cerilla?—dio una bocanada profunda—. Se dice fósforo.

—¡¿Qué?!

La música había empezado a moverse. La música, sí. Se movía como sombras. Debía de haber sido Marcelo, pensé, el vaso que me dio. ¡Ese vaso! Los yonquis son así, no quieren que los demás estén sobrios. El individuo lo notaba, mi desorientación, mis manos queriendo aferrarse de la nada, tirando manotazos a las sombras ríspidas del reggae. La presión tendió a bajárseme, porque se me empalideció la vista y sentí calor en la nuca, lo que me llevó a arrebatarle el vaso de coca cola que acababa de servirse. Lo acabé de un solo trago y la vista se restableció, no sin dar pequeños destellos, como lentejuelas de un traje que se mira a través de un cristal empañado.

—¿Ves lentejuelas?

—Quién es usted.

—Mi reinita, creo que es usted está más borrachita que muá...

—¿Qué sos, un tulpa?—me refregué los ojos—. Yo no sé crear tulpas.

El borracho ya no parecía tan ebrio. Su sonrisa era limpia, mostraba la mirada de quien siente pereza de explicar la tabla del dos a un niño que nunca ha escuchado hablar de ella. Marcelo se apareció junto a otros dos y me agarraron los tres del brazo para bailar. No estaban sobrios, no. Me hicieron dar dos vueltas mientras me contaban que el bar cerraba a las ocho, que Leticia había vuelto a Río Cuarto y se paraban sobre la silueta del borracho, traspasándolo como al humo.

La figura del tulpa no se difuminaba, ni desaparecía, sólo se hacía cada vez más traslúcida.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

te amo Dhin!!!!!!!!

Noelia A dijo...

jaja quién sos?

Anónimo dijo...

creo q buscarte es menos digno q pensarte... mas difícil q encontrar y menos triste q olvidarte!!!!!!

Anónimo dijo...

no me caigo para arriba pero se me cierran las paredes dhingolina

Noelia A dijo...

euuu euuuuuuuu :)

Marisa dijo...

El poder del pensamiento nunca ha de subestimarse... Somos capaces de crear todo en lo que creemos o descreemos.
Siempre es un placer leerte, querida Noelia, tus escritos nunca dejan indiferente, creas deliciosos tulpas en cada uno de ellos.

Un abrazo y feliz año.

Noelia A dijo...

Qué gusto recibir un comentario tuyo, Marisa. Tiempo de no leerte, visitaré tu blog para deleitarme.
Te mando un gran abrazo y, desde luego, un muy feliz comienzo de año, amiga.

José A. García dijo...

Es una habilidad rara la del identificar al sándalo de entre todos los olores del mundo...

Y ahora peor que la muerte es temer ser muerto por alguien a quien consideramos cercano a nosotros, es lo que se me ocurre en éste momento, alguien en quien jamás pensaríamos para algo semejante.

Saludos

J.

Guillermo Altayrac dijo...

Muy bueno.
Tratá de no pensar tan fuerte.
Y cuidado con las sirenas.
Saludos.