lunes, 9 de febrero de 2015

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   Dice que me duele. "Estás odiosa, gringa, te duele" Como si no me doliera a tiempo completo. El "te duele" se traduce como un "te duele mucho" y sirve de medio para desacreditar cualquier desavenencia. Dijo que iba a enseñarme a disparar la maldita arma, y hace un rato soltó, mientras fumaba: "yo no te doy un revólver a vos, ni en pedo". Una reacción defensiva apenas contenida me hace darle la espalda por unos segundos.Y él quién es para darme o dejar de darme, pienso. Este es el momento en que empiezo a acumular la molestia invisible, esa que viene de callarme "y vos quién sos para darme o dejar de darme". Estoy cansada. ¿De callarme? Estiro las manos y veo las manchas de nogalina en los dedos, el ferrites rojo metido entre las uñas. También, seguramente, ando despeinada. Pero a mí todo esto qué me importa. Estoy cansada.
   —Y vos quién sos para darme o no darme —expulso
   Es pesado dicho a destiempo, más que si hubiera reaccionado de inmediato.
J. se endereza, ligeramente desorientado. Todo es siempre parte de una broma que no entiendo. Todo es chiste y soy una amargada. Quizás tenga razón, tal vez soy una amargada que no puede reírse de sí misma, pero si se me imputan cualidades tengo todo el derecho de hacer uso de ellas. 
   —Te guste o no—replica—, yo no te doy un revólver como éste a vos, sabelo.
   El cielo se ha nublado y cae una llovizna delgada y volátil. El paisaje es ocre, sólo persisten los siempreverdes y algunos arbustos espinosos. Ha hecho mucho frío por julio, más del que estaba habituada a sobrellevar. La nieve me congeló la vista en varias ocasiones, las manos, el alma, me quemó la punta de los dedos y de la nariz, pero también me pareció acogedora, de alguna manera, una anfitriona de frialdad honesta.
   —Te guste o no—contesto—, vos no podés darme un revólver como ése a mí, porque eso no es un revólver, es una pistola.
   Los ágaves grises están amarillos y tienen las puntas dobladas. Es increíble cómo se recuperan en septiembre. Son plantas que no necesitan morir y renacer para reponerse, pasan del estado de agonía extremo a la vivacidad  más plena en pocas semanas y casi sin secuelas. Quiero ser un ágave, porque para fénix  tengo que morirme.
   —Vení—dice—, tratá de darle a aquella piedra.
   —Tratá vos.
   —Pero... ¿y ahora qué pasa?
   —Sólo quiero ver si tenés algo que enseñarme. En serio...
   Se queda mirándome, casi con la boca abierta y cierta expresión de pasmo a la altura de la cejas. Me duele la cintura y quiero estar tomando mates con un libro en las manos, en un lugar lleno de pajaritos, recostada en una reposera, debajo de una pérgola rebosante de glicinas florecidas. Me duele la cintura y quiero estar en una cintura que no duela. Quiero caminar descalza en el césped, sobre la dichondra, seguir con la vista las pistas que el grillo topo orada en la superficie verde que rodea las casa del campo. Quiero jugar al carnaval con Celeste, corrernos alrededor del viejo aljibe con un balde de agua mientras la madre se asoma por la ventana para decirnos que el sol está muy fuerte.
   —Sí, claro que tengo algo que enseñarte, sabés, la primera cosa es que no le hablés así a alguien con un arma en las manos, nena.
   —No soy nena.
   —Todo te  jode, no te jodería si fuera D el que te lo dijese.
   —Ése es mi problema. El tuyo es que no podrías ser como D ni que te hicieras un doctorado completo con legales y costas para ser como D.
   Con los brazos caídos alrededor del cuerpo y una mirada entre torva y resignada, es la personificación de la frustración. Yo me siento de piedra, impenetrable, insensible. ¿Por qué siempre acumulo todo y lo largo de esta forma? Lo agredo porque tiene los ojos de D, el pelo de D, el adn de D y no es ni puede ser D.
   —Aunque fuera como D no me darias pelota porque sería como D en lugar de ser D—dice, y arroja la pistola con tanta torpeza que me hace pegar un salto.
   El arma cae entre dos piedras  y él se aleja rumbo al dique. Si fuera por mí, no le doy una pistola a él ni en pedo, ni como ésa ni más chica, ni más grande. Agarra la caña de pescar, el ril y sus cigarrillos. Celeste podía mejor con él. El mismo D podía con él.
   Observo la pistola. Es grande, pero tan chiquita comparada con  la escopeta con la que mi tío espantaba a la comadrejas y a los ladrones de chanchos. Y las comadrejas y los ladrones de chanchos eran insignificancias. Cuando me agacho a levantarla, él regresa por el encendedor. Sigue enojado, y yo ya me quiero ir.
   —Me faltó decirte algo—remarca con el índice como lo pone Cristo y esa gravedad que le es tan impropia—. Sos una intolerante de mierda, en el fondo, una intolerante de mierda. 
   —Ok...
—No, escuchame, nenita, la zurda también está para un costado.
   Yo no sé ni dónde tengo las manos, y él espera que sepa cuál es la izquierda.    Ha soltado lo que le quemaba. Está cansado de callarse. Pero a mí todo esto qué me importa. Estoy cansada. Ambos lo extrañamos tanto.
   —¿Algo qué decir?—otra vez el dedo mesiánico—¿Eh?
   —Que es muy grande
   —¿Lo qué?
   —La pistola.







2 comentarios:

Jorge Curinao dijo...

Como cuando el silencio es posible y las palabras empiezan a temblar.

Guillermo Altayrac dijo...

Muy bueno. Con algo triste que lo atraviesa.
Y la nieve "una anfitriona de frialdad honesta" es muy bello.
¡Saludos!