miércoles, 11 de marzo de 2015

Cotidianas

Tras oír golpes en la puerta del frente, el individuo X se levanta de la reposera, cruza el jardín, traspone la puerta trasera, atraviesa la casa, y atiende.

—Oíme—dice su vecino—, el humo de tu cigarrilo se pasa para mi patio.

El individuo X se encoge de hombros. Es un gesto muy recurrente, casi identificatorio, que siempre le surge inapropiadamente.

—¡Te digo que el humo de tu cigarrillo de mierda se pasa a mi propiedad!

El individuo X sale afuera. Mira con detenimiento la medianera. Da unos pasos. Hay mucho tráfico hoy, cómo le gustaría que un bocinazo disolviera la disputa, o que pasara la desdentada vendedora de mermeladas, tan simpática.

—Bueno—se prende X, sin ganas—, el bochinche de tu cortadora de césped se cuela para mi casa.

El demandante levanta una ceja como si el retruque lo agarrara desprevenido. Están parados atajando el paso a los peatones. Una mujer, que viene cargada de compras, se detiene.

—Pero tu puerta está más cerca de la mía que la mía de la tuya—la emprende el otro.

—Y tu casa termina acá, pero tu bolsa de residuos está de este lado.

—Y vos el otro día barriste parte de mi vereda

—Bah, tu perro me mea el frente de mi casa.

La mujer apoya las bolsas en el suelo y se lleva las manos a la cintura, nunca ha visto tanta gresca por tan poca cosa. Su cabeza va de uno a otro como un perro que sigue un partido de ping pong.

—Y el tuyo me despierta con el ladrido todas mis santas mañanas.

—Además el petardo de porquería que tiraste en año nuevo cayó en el centro de mi piscina.

—¡Vos con tu asadito dichoso de los domingos me llenas de humo toda MI ropa!

—Sí, sí—tose el que ha empezado la reyerta—, pero tu mujercita se cruza a distraerse con MI jardinero.

Una pausa llena de tensión hace detener a la espectadora en uno de ellos, este último tarda en rebatir, al dedo índice que tenía empinado le agarra un parkinson atroz. Balbucea tres veces antes de atinar palabra.

—¡Y la tuya!—se infla X, como un sapo fastidiado—. ¡La tuya se cruza a distraerse con-mi-go!

El silencio cae plomizo sobre los contendientes, uno de ellos resopla con las manos cerradas y las piernas abiertas como si estuviera esperando un cataclismo. Las cejas de ambos se curvan, se juntan en una cadena montañosa. Los vecinos se agarran de los brazos, parecidos a combatientes de sumo, y se empujan, así que van de atrás para adelante y de adelante para atrás hasta toparse con la pared, entonces una mano cerrada se alza enorme.

La mujer,  aturdida, golpea las palmas:

—Bueno, a ver, que la vereda, ésa sí, ¡es pública!—chilla—. ¿Van a circular o qué?

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