sábado, 21 de marzo de 2015

Lo otro

    Mientras el doctor habla, mientras descalifica con sorna a la doctora, intento escuchar llover aunque no llueva. No lo apruebo ni lo desapruebo, más bien trato de entrever las razones por las que una persona llega a descalificar a un colega con tanto ahínco, y hallo tres: haberse visto afectado por la impericia de la colega en cuestión (y esto sólo se podría en el caso de que dicho doctor hubiere sido paciente de ella, cosa que es muy poco probable dada la cercanía etaria de ambos profesionales), haberse visto afectado de forma competitiva (y esto sólo podría darse de dos maneras, que la doctora lo aventajara en cargo por superioridad académica o que la doctora lo aventajara en cargo, a pesar de su inferioridad académica) o  haberse visto rechazado por la colega en el campo de la amistad, del compañerismo o del amor (este paréntesis existe sólo por un sentido absurdo de simetría textual que usted, lector, debe perdonar si es indulgente).
     Por alguna razón, que debemos atribuir al instinto o a la intuición (instinto cultivado), decido darle crédito a la última alternativa y me inclino, de manera espontánea, por la tesis del rechazo amoroso.
    Vamos, no hay que ser muy intuitivo para saber que esto terminará en una catalogación, socialmente aceptada, bien despectiva de la libertad sexual femenina. Ya sabemos lo que dirá el doctor si estoy en lo cierto.
    Por lo pronto, estoy segura de lo que va a decir ahora,  estoy segura, ahora que ha puesto su dedo así, ¡de lo que va a decir!
    —De hecho ese puesto del que hace tanto ruido, no lo habría conseguido si no se hubiera acostado reiteradamente con el director del hospital.
    Bingo, aquí rayamos los celos profesionales y los celos amorosos. ¿Acaso si fuese un paciente, podría expresarlos de esa forma? ¿Qué tipos de celos sentiría un paciente afectado por una negligencia médica?
    —¡Yo si fuera usted no iría de ella!—remata.
    Pero no estoy tan segura. Quizás iría, sí, iría para manifestarle todo lo que me está manifestando a mí. Tal vez iría, si no tuviera de intermediarios a todos los pacientes del pueblo.
    Empiezo a doblar y desdoblar el papelito con los resultados de los análisis. Si no me despacha en unos minutos se agotará la flexibilidad del papel, o sea que lo romperé indefectiblemente.
    Sigue con su descrédito, in crescendo ahora. 
    —Tiene la táctica de las putas—suelta, pero ya sabíamos que lo iba a soltar.
    Sucede un silencio devenido de su rabieta, que ha llegado al climax, y de mi incomodidad extrema.
    De repente, el parlante ubicado sobre la puerta se activa a volumen extraordinario y nos hace saltar de la silla, pero no soy la que pega un grito. La canción pertenece al repertorio de Abel Pintos. Se oye a la secretaria correr hacia la puerta. Tocar. Hablar con un volumen que intenta ganarle al altoparlante. 
    —Disculpe, doctor, no lo podemos desactivar, apáguelo del consultorio, por favor. 
    No obstante, gana el altoparlante. ¡Si todo lo que busco está en vos! ¡Todo lo que quiero vivir!
    —¿Qué dice, Isabel?
    —Que apague el parlante, ¡que no sé controlar el equipo, doctor!
    Tenés cosas que me hacen bien... cosas que no me hacen tan bien. 
    El doctor capta lo que dice, comprende y, aunque se ve desorientado por el cambio abrupto de asunto, se estira hasta el botón del altoparlante. No lo alcanza. Se estira un poco  más. No lo alcanza. El doctor tiene una estatura baja para el promedio. Arrastra una silla hasta la esquina, se sube. Vacila un poco.
    A veces pienso si estoy confundido, amor, si el problema no soy yo...
   Clic. Silencio. Calma restablecida. ¿Calma restablecida?
    —¿En qué estábamos?—pregunta.
    —En mis análisis, doctor—sostengo.
    El doctor me mira de lado, asiente, sonríe, balancea la cabeza de un lado a otro. 
    —Sí, los análisis que te ordenó la doctora Pinto. Están bien.
    —¿No quiere verlos?
    El doctor estira la mano, está un poco avergonzado. Los lee detenidamente, en voz alta, quizás para que la voz le gane a sus pensamientos. Pensamiento intrusivo. Pobre doctor. 
Me retuerzo las manos. Busco el celular para ver la hora. El teléfono en el escritorio suena. Él deja mis análisis y contesta. Es su secretaria que le recuerda amablemente, aunque con un dejo de curiosidad implícita, que la paciente Rine está aguardando.
    —Sí, Isabel, sí... Ya la hago pasar.
   —Sí, disculpe el atrevimiento,doctor, pasa que le sigue Martinez, que tenía turno hace dos horas...
    El tono del doctor se exaspera un poco ahora.
    —Los tiempos no pueden ser cronometrados, Isabel, por dios, soy médico, no jugador de fútbol.
    —Perdone, doctor, sí, sí, tiene razón, perdone.
    Táctica de petiso, pienso, bajar a los demás para sentirse a altura. Al tiempo que lo pienso me remuerdo. ¿Estoy siendo prejuiciosa? Bueno, a veces la baja estatura no tiene nada que ver con el cuerpo. Puede deberse a un sentimiento de inferioridad. ¿Inseguridad en la propia virilidad? Caray, callate, cerebro.
    Retoma los análisis y lee lo que resta. Va diciéndome el parámetro tenido por normal mientras compara los resultados. Es obvio que le cuesta concentrarse. Pero mis análisis están bien, sin importar quién los ordenó, y ahora sigue el próximo paciente, por lo que decido levantarme y tomar mi cartera.
    Él se pone de pie y me extiende la mano.
    —Disculpe la escenita—dice, ha tomado noción de lo mucho que ha hablado y de lo intensas que han resultado sus críticas—. No se volverá a repetir.
    —Está bien, no se preocupe—respondo, un poco inquieta—. Haga de cuenta que yo no escuché nada.
    Me mira pensativo. Me dice que soy buena persona. Me pide perdón de nuevo, mientras se acomoda la identificación prendida en el bolsillo.
    —Usted escuchó todo.
    Me desconcierto, pero quiero salirme. He tomado mi tarjeta, mis análisis, ya lo he saludado. Así que sonrío como si entendiera. Sin embargo el doctor me retiene del brazo.
    —Usted, digaselo por favor.
    La secretaria toca la puerta nuevamente. Es un golpe corto. Una seguidilla de golpecitos imperiosos que intentan ser sutiles.
    —¿Le digo que usted la critica?
    —No, no... Lo otro.
    —Lo otro.
    —¡Ya va, Isabel!—se acomoda un mechón que no ha caído a la caraLo otro.
    —De acuerdo, doctor.



2 comentarios:

Guillermo Altayrac dijo...

Jajaja. ¡Me encantó el remate! Muy bueno. =)
Saludos.

Noelia A dijo...

Gracias, Guillermo, saludos!