viernes, 27 de marzo de 2015

Tormenta




San Dalo se enciende un cigarrillo de los suyos. No hace caso, no sale afuera, la nube negra asciende hasta formar un halo alrededor de la bombilla de la luz.  Él observa con compasión la perseverancia con que una langosta trata de zafarse de una telaraña. En qué momento empezó a aparecer sin ser llamado, en qué momento comenzó a vigilarme.
—No te vigilo—riñe, descontento, antes por lo menos disimulaba.
Lleno la pava y enciende la cocina. El mate nunca está en su lugar cuando él invade la casa. Quisiera que esta vez se quedara callado, pero no será así, siempre dice lo que piensa que debe decir. No habla mucho, pero sabemos que en cuestión de palabras no siempre es la cantidad lo intolerable.
—Por qué lo defendiste—balbucea, mientras levanto todas las cosas buscando la yerbera.
Reparo en su abrigo, un sobretodo rojo borgoña con botones de madera que podría ser de mujer, y que le queda bien. San Dalo tiene la extraña cualidad de lucir bien cualquier cosa.
—No lo defendí—la bombilla está en el fondo de una olla llena de agua sucia y jabonosa—. Cómo llegó la bombilla del mate acá.
Me mira con cara de paciencia amortiguada. Afuera se escuchan pitos y matracas por el mundial. Se lleva el cigarrillo a la boca y expulsa la bocanada tratando de formar un aro o una burbuja. Lo intenta varias veces y el humo se le escapa por la nariz, luego por las comisuras de la boca cuando se da por vencido.
He comprado una pintura barata, lo que hace que la casa se llene de polvo. La menor brisa desprende talco que cae sobre las cosas. Los rulos nevados de San Dalo se mueven con la soltura de la que carece esta tarde. Caspa de ángeles le cae a los hombros, le encubre las canas. Ángel manipulador, gris, gris, como el cielo que cubre la montaña. La tormenta que se viene.
—Por qué lo defendiste, te lo hubiera colgado de las patas,  en bolas, en el algarrobo de la plaza de los artesanos, y le habría hecho un moño con la corbata en el pito. Te lo habría subido al caballo con San Martín, de lado como una nena, y te lo habría cagado bien a palos, maniatadito y le hubiera rellenado la boca con arena, así cuando habla se le va toda la bosta a la garganta y se traga toda la boludez que te dice. Te lo habría rapado, mechón por mechón con la tijera y después la maquinita de afeitar. Además...
—¿Estás celoso?
—Es un idiota.
—Si sos una proyección mía entonces estoy celosa de mí misma.
—Si soy una proyección tuya no tenés control sobre mí ¿acaso no ha hecho eso Dios con el mundo?
—Es al revés.
Hace un ademán gracioso cuando aplasta la colilla en el cenicero. Sabe que no creo en nada y le gusta molestarme, pero falla cuando está irritado. Se queda contemplando las cenizas un rato, mientras se muerde el labio inferior. Una sonrisa comienza a ganar espacio en su cara, se expande como la línea del horizonte cuando sale el sol. Los ojos se le achinan. Una ceja se le queda más levantada de lo normal. Ha puesto ese rictus obsesivo que me asusta. Los ojos bien abiertos, el rostro inclinado un poco a la derecha, la barbilla hundida en el cuello, todos los rulos sobre la cara.
Desaparecé, por mi salud mental. Del humo donde venis, andá.
—Te estoy escuchando, eh.
Que lo que hice se deshaga. Ator, malkuth, ve geburah, ve gedulah. Que al humo vaya lo que del humo sale.
—No soy un golem. No me podés deshacer, es como tener un hijo,  no seas porfiada.
—No sos mi hijo.
—¡Esa es la diferencia! ¡Y tampoco tu padre!—arroja el vaso como si fuera una esponja, la bacha metálica soporta el peso del vidrio durex sin abollarse—. ¿Por qué buscaste uno con rulos?
—¡¿Qué?!
—¿No te das cuenta?
—¡De qué!
Un viento bruto se levanta de pronto y cierra en estampida la puerta placa de la habitación. Aire helado que oscurece el comedor. Los ojos abiertos, la boca fruncida del tulpa, su entera existencia clavada en la mía ahora se vuelve el centro de la casa. Pero algo pasa afuera y salgo a ver. Hay viento indeciso, hay polvo en el aire, arenilla. La chapa del galpón de la fábrica se dobla hacia afuera como un paraguas traicionado. Las montañas descarnadas, grises de otoño, desearán que llueva un poco, implorarán al viento que riegue los espinillos, los siempreverdes, los aromitos.
Se vino la noche en el día y percibo algo rojo traspasarme la nuca. Una mirada de flecha me atraviesa, rebota como un láser en el vidrio de la ventana para encandilarme unos segundos. No me obligues a voltear.
Siento las manos en los hombros, la fuerza un poco bruta, el giro de mi cuerpo, como un trompo. Tengo los ojos apretados, y miedo de abrirlos. Las manos suyas me sacuden levemente, un dedo mojado se desliza por una de mis mejillas. Levanto los párpados con lentitud, pesados los párpados. La silueta de un hombre gastado se desvanece. Figura temblorosa, las lágrimas le han salido por primera vez y se han abierto paso sobre el polvo de la pintura que nos cubre. Su boca se mueve, traslúcida.
—Nunca vengo sin que me llames, pero siempre me voy porque me echas—susurra, antes de desaparecerse por completo.

2 comentarios:

Guillermo Altayrac dijo...

Pobre tulpa. Cómo lo maltratás. Te voy a denunciar a alguna entidad. No sé a cuál.

Noelia A dijo...

A la entidad que busca los bueyes perdidos, jaja, saludos