jueves, 16 de abril de 2015

Llegar tarde

Cuando Agusto cerró la puerta del patio era demasiado tarde para evitar lo que sucedía en el dormitorio. Un extraño frío le subió desde los pies y le alcanzó el cuero cabelludo erizándole las raíces del pelo. Se detuvo un momento con la mano en el pomo de la puerta, el perro vino a su encuentro y le mojó el brazo.

De qué me olvido, pensó, de qué carajo me olvido. Ayer se había dejado las llaves del local y había tenido que regresar por ellas. Se estuvo un rato largo repasando los elementos indispensables, aquello que no podía faltarle, antes de despegarse del picaporte. Tres pasos, y otro escalofrío, esta vez más fuerte. La madre llamaba desde la habitación con ese dejo lastimero que emplean los hipocondríacos.

—¿Me alcanzás la frazada escocesa?

Consultó el reloj y reingresó a regañadientes, iba tarde. Ya le habían llamado la atención por la impuntualidad, le habían jurado que correrían descuentos y hasta el despido. Pero lo de él también era una enfermedad, crónica, un vicio, como el alcohol, el cigarrillo o la hipocondría, algo incontrolable: llegar tarde. Cruzó el living en dirección al pasillo que llevaba a la habitación de la madre y desde allí le gritó que qué frazada, que adónde.

—La de cuadritos rojos y verdes, la que trajo tío Ignacio de Chubut, esa. En el armario de la pieza de tu hermana.

Agusto se metió a la pieza de cortinas floreadas y paredes naranjas, abrió el armario y se quedó explorando la columna ordenada de ropa doblada una encima de la otra, impecable. Arriba de todo, allá en la cima distinguió por fin los colores de la frazada. Quiso tomarla cuidadosamente, pero el apuro hizo que la pila se torciese y cayese como un juego de jenga ante una mala maniobra.

Cargó la enorme frazada sobre el hombro, pesada como un costal de sorgo, y tentó la puerta de la habitación. Pero le habían echado llave.

—Por qué cerraste—preguntó, impaciente—. Abrí que llego tarde.

Había tenido anoche ese sueño otra vez, ella que, sentada a la mesa, llenaba los platos con sus órganos. No había sangre, era un trabajo limpio, se introducía sus propias manos y sacaba ahora el hígado, ahora el corazón, ahora el riñón y los iba sirviendo en platos separados, para un hijo, para el otro.

El doctor Falconi explicaba que se trataba de un complejo de  culpa, que Agusto era culpógeno y que en el fondo de su alma, o sería mejor decir de su psiquis, yacía la convicción de que se estaba comiendo a su madre; pensaba que el esfuerzo de criarlo le había agotado a ella toda su energía vital. Por eso nunca le pedía nada, porque había sido un niño desobediente, una sanguijuela, un diablillo de aquellos, y ahora los remordimientos no lo dejaban vivir. Papá se había marchado porque él era una sabandija. Había que cuidar a mamá, mamá estaba enferma, de hipocondría, pero enferma. Eso sostenía el doctor Falconi.

—Abrime.

Se agachó y miró por el hueco de la cerradura, la llave no estaba puesta. Los pies descalzos de la madre se divisaban reposando sobre la colcha de raso de la cama. Estaban tan blancos.

—¡Llego tarde!

Golpe tras golpe sobre la madera, recriminación tras recriminación, advertencia seguida de amenaza. Finalmente apoyó la frente en la puerta, agotado, la resignación daba fácil con él porque todo se reducía a su madre, todo se supeditaba a ella, no había hegemonía más simple ni más clara.

—Vas a tener que entrar por la ventana—dijo ella entonces—. No debí hacerlo, pero me tragué la llave.

Él recogió la frazada del suelo, se le había caído en el primer intento de forzar la puerta y ahora la tomaba con tanta desgana que quedaba extendida a todo lo largo, arrastrándose como un vestido de novia. El perro quiso jugar al tironeo con ella, quiso, quiso, pero lo espantaron con un chistido y un amago violento.

—Mamá, la persiana está baja, por qué no abrís, ¿no me creés que llego tarde? ¿Me querés volver loco? ¡Mamá, por qué me estás haciendo esto!

La frazada cayó al piso por segunda vez, soltada con deliberación esta vez. Agusto forzó la persiana hasta que se enrolló de golpe, como resentida. Los postigos permanecían cerrados. Sus nudillos arrancaron ruidos secos y desesperados. Hizo pantalla con las manos para espantar el reflejo y vio que ella dormía boca arriba, imperturbable.

—Abrí, mamá—golpeó más fuerte.

La madre nada, volvió a golpear y a llamar, y la madre nada. Entonces amenazó con dejarla, eso siempre funcionaba. Si te ponés así me voy, y quién te va a cuidar, pensó, si te ponés así te dejo. Lo pensó un par de veces hasta soltarlo en voz alta, fuerte, haciendo vibrar los vidrios.

Su madre entonces abrió los ojos, desconcertada, se sentó en la cama con un movimiento grácil y le regaló una mirada socarrona.

—Abrí, mamá—musitó, tratando de definir lo que había cambiado en ese mohín avejentado, tan familiar—. Abrime.

—Me tragué la llave—repitió la madre, llevándose una mano al estómago—. Voy a tener que devolvértela.

—¡No, mamá!

Ella inclinó la vista hacia su abdomen y, mientras con la mano izquierda se hacía una abertura limpia y flexible, con la otra extraía un estómago cristalino, brilloso y lozano. Apretó el órgano con las dos manos hasta hacerle regurgitar la llave. Se la extendió luego de abrir los postigos con un movimiento letárgico. A él siempre lo perturbaba la naturalidad con que ella hacía estas cosas. De todas formas había algo en esta ocasión que lo inquietaba. ¿Qué era?

— Tendrás que sacame de acá. Yo mientras me tapo, tengo frío.

El canje fue fácil, llave por frazada, y la ventana volvió a cerrarse rápidamente, sola, como si tuviera vida propia. Agusto deshizo el camino hasta la puerta, jadeante, con las manos frías y enrevesadas; el perro estaba sentado esperando, emitiendo unos sonidos ingrávidos. Quiso quitarlo del medio para abrir, pero el animal no se movió, y él se vio obligado a pasarle por el costado.

Cuando metió la llave en la cerradura el escalofrío se convirtió en temblor violento. Dos vueltas de llave y la puerta quedó apartada. Tardó un rato en reaccionar.

—Ahora sí que he llegado tarde.

Seguía acostada boca arriba, con los pies sobre la colcha rosa y los ojos clavados en el techo, fijos. El abdomen estaba intacto y había muchos frascos vacíos.



2 comentarios:

Guillermo Altayrac dijo...

Diablos. Este es excelente. Y además me has tocado de cerca.

Noelia A dijo...

Gracias, Guillermo, me alegro que te haya parecido bueno!! Un beso