domingo, 12 de abril de 2015

Tu dios

   Sentada en el sol por unos minutos escucho el murmullo de mis pensamientos. No logro encontrar el principio del ovillo,  me enredo en algo que no se deja precisar. Sé que algo está por venir y tengo miedo. El agua empieza a mojar los pies, de a poco, en oleadas pequeñas. Es el aviso. Los cambios me dan vida, aunque me amedrenten y a veces salgan contraproducentes por completo. Paso el día moviéndome de aquí para allá como cuando le cambias de lugar la cucha a un perro.
   Federico dice, con su voz de nicotina y desde ese lugar remoto que supone para mí la seguridad: "Con plata todo se arregla, no hace falta que tengas el seguro de salud hábil a todos lados que vas, te quieres ir y el que quiere consigue, solamente fijarte a dónde por favor, vigila, que estás muy loca"
   La última frase podría ser ofensiva si la soltara otra persona. La plata precisamente suele ser uno de los problemas. Él la expulsa con ese dejo satírico, con esa espontaneidad que intenta quitarle importancia a las cosas pesadas. "Vigila, que estás muy loca" Es un humor raro el de Federico. Hace bromas con el rostro serio, sin dar indicio de ironía o comicidad.
   ―Está bueno tu enfermero―comenta.
   ―A él no le gustás, cree que sos cerrado. Dijo que había que sacarte las palabras con un sacacorchos y que le parecías demasiado formal.
   ―Cerrado yo, lo que se pierde. Dile que venga y le muestro lo formal
   ―Basta, basta, tené piedad.
   ―Pero piedad de quién, tía, que yo he salido de la casa de mis padres a los 40  para volverme puto, la piedad no sirve. Mira, a mí de plano, que no me tengan piedad, que así no me entero, piedad no, honestidad bruta. Lo prefiero, niña.
   Lleno el mate despacito. A Federico no le ha costado adoptarlo, pero tampoco toma con demasiada frecuencia, hay que irle variando el sabor, un poquito de poleo una vez, un poquito de stevia la otra, una viruta de canela.
   ―¿Quién te ha tenido piedad?
   ―Mis padres, los primeros. O mandar a la mierda o aceptar, el asunto en el medio no sirve.
   ―Te voy a extrañar 
   ―Tú  lo que vas a extrañar es un monigote que te escuche sin querer ligarte
   Está cayendo el sol. El parque está concurrido de gente que trota, camina o se sienta sobre un mantel en el suelo. Pero el otoño se nos tira encima. El aire se enfría rápido ni bien se retira el sol y el suelo no conserva por mucho rato el calor de los rayos. Yo me pongo la campera de hilo que me traje y Federico me mira como si exagerase.
   ―Algo no me contaste, ¿no me vas a contar antes de irme?
   ―No
   ―Venga, me lo vas a contar cuando ya esté allá, qué tía rara has salido. Recién he dicho alguna palabra que te ha recordado algo, me miraste como si fuese otra persona.
   Admiro la perfección de las cejas de Federico, el esmero con que se cuida. Todo ese cuidado contrasta con la aparente actitud despreocupada por lo que se piense de él, por cómo se lo vea. Tiende a bromear desvalorizándose, es como un mecanismo defensivo, salta a infravalorarse antes de que alguien se le adelante a hacerlo. Pero qué hay de cierto en esa actitud y qué de automática e imitativa.    Por qué me llama tanto la atención, a qué otra persona se la vi.
   ―Me gustaría que me contaras...
   ―Federico Porfiado Aguilar, mejor contame quién te hizo quedar más tiempo a vos.
   ―Eso, ese es mi nombre, te faltó el apellido de mi madre. Me hizo quedar más tiempo... Ya tú lo sabes.
   ―¿El chico con novia?
   ―Antonio.
   ―Antonio te va a hacer volver.
   ―Mi dios...
   ―Tu dios.








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