miércoles, 3 de junio de 2015

#6

Mi voz sale malísima en el audio. Lo repito, intento que se oiga bien, trato de transmitir todo, pero la grabación no devuelve lo esperado. No hace mucho frío, sin embargo tirito. Entre tanto, Leonor me manda mensajes resentidos por algo que interpretó mal y que no he tenido la paciencia de aclararle.
Afuera no llueve. Debería llover para que mi voz se mezclara con el agua, se mimetizara con el clima, se perdiera, se camuflara, se atreviera a salir aunque se escurriese entera en la protección del bullicio.
No me aplaude su mensaje "Sos la peor de todas las zorras". Pobres zorras, pienso.
Leer las cosas de forma literal es un síntoma de agotamiento que me sobreviene cuando es tarde. Pobres zorras, pariendo zorritos en el monte, blanco fácil de ambiciosos que buscan algo suave para vender. El mundo está lleno de cerdos que buscan cosas suaves que vender, no importa si están vivas.
Ayer a la tarde me dijo "No hinchés las pelotas con el aborto" Así, sin más. Evité contestarle, porque mi mente había iniciado automáticamente una secuencia de meditación de emergencia de esas en las que bajás escalones con números, y que contás con flores dibujadas en los rellanos. Flores azules, que de pronto cobran dimensión y las podés tocar y oler. "Sos las peor de las zorras", dice ahora.
Acabo de leer algo que asegura que no siempre ignorar al cargoso es lo mejor para uno. Sostiene que a veces hay que contestar, sacarse las cosas de adentro, escupir el veneno inoculado en la mordida. Así que:
"Después de vos, que en vez de profesar tus ideas, atacás las mías. Bicho de mierda."
Y se ve que el artículo tiene razón, porque siento el alivio inmediato. Eso sí, la bloqueo para  no dar lugar a una escalada de violencia, es decir, para que no me clave otro aguijón ponzoñoso que me haga menester otra escupida.
Es entonces, cuando estoy por grabar, aunque la voz no me sale, e intento decir algo y aprieto el rec (y le pongo una cinta a la cámara), cuando titubeo y me decido... que una sombra de rulos me dispersa.
―Sé que me extrañás―dice―. Me estuviste llamando en un sueño.
―A eso no podés probarlo.
―¿A quién hay que probárselo?
―Yo no te lo creo.
―Con haberlo escuchado yo me basta.
Cierro la notebook, fastidiada. El nivel de frustración sube por los dedos, toma los nervios de la mano, trepa por los brazos, tironea el cuello y acciona un músculo pequeño sobre el párpado derecho, uno que se mantiene convulso y me hace perder la poca atención que me queda a estas horas.
―Yo no sé crear tulpas―suelto, y se da cuenta de que es algo rumiado, algo que ha estado dando vueltas en mi cabeza como un agujero intrusivo, algo que, incluso, ha invalidado otros pensamientos y los ha exterminado por completo. 
―Qué querés decir con eso―se mete un cigarrillo a la boca para disimular que lo que digo tenga importancia, siempre lo hace y es una conducta que me irrita por completo.
―Me tenés miedo, no me había dado cuenta.
Ahora está siendo sincero. Es más, ha sido sorprendido. Pero yo qué culpa tengo.
―Yo no sé crear tulpas. Y quiero dormirme.
―Yo tampoco sé crear tulpas, y también quiero dormirme.
Un trueno extraño se escucha. El cielo lleno de estrellas, despejado. Es un trueno que no viene de un dónde sino de un cuándo. Sí hay tormenta aquí, pero no ahora. Algo está mal en la dimensión de las cosas, y yo no sé crear tulpas. Nunca lo supe.

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