Es doña
Yolanda quien golpea. Quiero bajar. Ella voltea hacia mí desde su balcón, me
señala con la tapa de la olla. Usted, Víctor, baje inmediatamente conmigo, ¿o
necesita invitación formal?
Revuelvo
el bajo mesada, manoteo la olla más vieja, una de aluminio que perdió la tapa,
y me llevo el cucharón. Es un cucharón de pieza entera, no de los que tienen atornillado
el mango.
Tomamos juntos el ascensor. Yolanda es retacona,
enérgica, decidida. No te va a sonreír si no le gustás. ¿Pudiste dormir,
querido?, dice. Ni bosta, no pegué un ojo, pero respondo que ahí, que algo, que
más o menos. Ella me analiza como si supiera que estoy minimizando la cosa. No
le convence, mi actitud le genera impaciencia. No dormiste un carajo, concluye.
Tiene una cacerola esmaltada de doble asa y una cuchara enorme de acero
inoxidable, las usa como gong para despertarme. Se ha puesto la colonia de Heno
de Pravia que detesto.
En un rato viene Hilda, sí te acordás de ella, ¿no?
La de la Gnosis y toda esa zanata. Sacudo afirmativamente la cabeza. Si los
galpones de chapa pudieran bostezar, diría que eso es exactamente lo que nos
recibe al salir del edificio. El bochinche se escucha una cuadra más adelante,
la gente apiñada, el ritmo de algo que late.
Sentí la batucada, nene, si tu mamá resucitara se vuelve a morir con todo
esto, cómo la extraño a tu mamá. Hace tanto que nadie me llama nene que solo
por eso siento algo parecido a la fraternidad, como si fuera ella, como si
fuera mi mamá que viene conmigo o con ella, como si mi mamá estuviera agarrada
de su brazo ahora mismo, mirándome, viendo qué hago, cómo trato a Yoli, cómo me
muevo en este caldero.
En la esquina Hilda nos hace seña, sonríe, parece que
vernos le produce alegría. Trae mochila, saca unos antifaces de plástico blanco
que nos calza en la cara. Andan filmando, advierte, sancionan a los que
protestamos. Yolanda se los quita, bufa, replica que ella no se va a esconder
porque no está haciendo nada malo. Yo me los dejo pero los subo a la frente.
Hilda me los encaja otra vez en la nariz y se los encaja a Yolanda. Dejenselo,
insiste, estos andan identificando como si nosotros fuéramos ladrones, ¿me entendés
vos? Digo que sí para tranquilizarla, su preocupación procede de tiempos oscuros,
es la memoria lo que le salta las alarmas, a veces esa memoria la confunde,
pero otras veces la hace más lúcida que cualquiera de nosotros.
Necesito
un mate, suspira Yolanda. La otra
contesta que de eso tiene y saca un termo de la mochila. Así es como tomamos
unos amargos antes de sumergirnos en la masa de gente. Yolanda empieza a darle
a la cacerola al llegar a Corrientes. El cántico es un conjunto de chicharras
en la siesta de febrero. El sol está alto, quema. Hay uno vendiendo gorras viseras,
y no puedo determinar si están caras o si el precio es justo y yo soy pobre.
Compro
una gorra. Canto con ellas. A pocas cuadras Hilda se desmaya y un hombre que le
pega a un rallador llama a la emergencia. Despierta cuando la suben a la
camilla y se enoja porque la retienen. ¿Cuántos años tiene, abuela?, le
pregunta el paramédico. Ella está furiosa. Los suficientes para que me hagás
caso, pelastrún, le espeta. Al muchacho le cae bien, se ríe, negocia con ella.
No la llevan pero tampoco la bajan, el trato es que se quede media hora adentro
de la unidad. ¿Qué le parece?, pregunta él. Ella asiente resignada. Yolanda
le da su número de contacto al paramédico. Llámenos para venir a buscarla, le
dice.
Me cae
un Whatsapp de Norberto: Mor, a dónde andas. Estoy en la marcha con dos nonas,
contesto, me pusieron un antifaz. Qué antifaz, escribe él, mirá que hay unos
que te tiñen la cara y no sale, son para marcarte, ¿dónde lo compraste? ¿Qué
decis, mor? Eso, sacatelo en casa y si no sale el tinte te llevo maquillaje.
La puta
madre, suelto. Yolanda me mira con la boca fruncida. El antifaz, le explico,
deja la piel manchada. Ella insulta y se lo arranca. Una línea azul dibuja el
contorno transformándola en mapache. Tiene azul, señalo. Yoli se frota y la
tinta no se corre ni se atenúa. Póngaselo, póngaselo. Ella se lo coloca.
Entonces la ola de gente recula y nos arroja contra otra gente que está atrás y
nos caemos como dominó. Es la policía que pecha, rezonga ella, mientras la
ayudo a levantarse. Un grupo se repliega, se oye el coro: ¡hijos de puta, hijos
de puta!
A
manotazos, a contramano, una turba se abre paso entre nosotros, se frotan los
ojos. ¡Están echando flit, la concha de la lora!, chilla uno. Yolanda se recompone y levanta la
cacerola y le da mazazos: ¡hijos de puta! Tremendo golpe y ahí está gritando.
Siento que ella tiene la energía que me falta, la convicción que se me evapora,
la llama que se me apaga. Pienso que, aún así, no debería estar acá. Es como
llevar una copa de cristal a un recital de Iron Maiden. La osteoporosis no
perdona, un pogo y te rompiste en pedazos. Alargo mi brazo hasta agarrar a
Yoli. ¿Querría mi madre que hiciera esto? Cómo odio mi apatía.
Qué
pasa, Víctor, gruñe ella, ¿ya te querés volver vos? Entonces le digo que no
debería estar expuesta a golpes como el que se dio, que qué le parece si
regresamos y vuelvo yo solo y ella golpea la cacerola desde el balcón. Yolanda
me clava una mirada indescifrable, cruda, como si me fuera a comer sin
cocinarme, pero no dice nada por un rato. Pensé en los lentes cuando me caí,
contesta, pero los dejé en la mesa de luz.
Otra vez
empujan y ahora me pongo detrás de la vecina. Falta poco para que caigamos de
nuevo. El cordón policial avanza y tenemos los escudos de acrílico a pocos
metros. Mirá, dice Yolanda, ¡mirá cómo
le da con el coso ese a la embarazada ese pelotudo! ¿Pero a vos te parece?
Yolanda
hay que irse a casa.
¡No le
pegués a la embarazada, hijo de mil puta!
Empiezo
a tirar de ella, busco llevarla hacia un costado pero es obstinada. Se escucha
una sirena al otro lado de la calle.
Tate
quieto que no lo quiero perder de vista, ¿no ves que con esos cascos son todos
iguales?
Desisto
cuando uno de mis tirones resulta tan brusco que por poco la tumba. Suena su
celular. Ella me da su cacerola para atender. Es el paramédico que avisa que ya
podemos ir por Hilda. Pero a pesar de que la oigo decir que sí, sigue
avanzando. Se abre paso entre la gente que retrocede. Se pega contra el cordón
traslúcido de los escudos de la Federal.
Con vos quiero hablar.
Se dirigirse a uno de ellos
que tiene la mirada perdida como un robot.
Yoli, por favor, empiezo. Pero ni bola.
Sacate el casco para que te vea la cara, ¿querés?
El tipo se levanta el visor de la cara. Tiene una
expresión fija de sapo empachado y no la mira, si no fuera por el entrecejo que
se le frunce diría que ni la escucha.
¿Te parece bien pegarle a las embarazadas a vos?
Entonces él la enfoca por un segundo, para volver a
perder la vista al frente. Yolanda, rabiosa, intenta darle un cucharazo pero la
cuchara no acierta el espacio abierto del casco y el tipo levanta el escudo y la derriba.
Cuando trato de levantarla grita, y sé que ahora sí
se quebró, que estamos tarde para prevenir, que mamá pensará que soy un
infeliz.
No te
preocupes que es el tobillo, no la cadera, me intenta tranquilizar ella.
Le
arrebato el celular y busco en el historial la última llamada entrante. Me
atiene el paramédico, le explico, le pido si puede ingresar con camilla a
buscarla. Para mi fortuna, dice que sí.
Mientras
esperamos, un pequeño grupo a nuestro alrededor se revela contra el sujeto que
la volteó. Hay gente que filma con el celular. La vecina, desde el suelo,
quiere que el tipo se disculpe. Un periodista que transmite en vivo se mete en
escena y empieza a relatar a la cámara enfocando alternativamente a Yolanda y
al cara de sapo empachado al que los colegas han empujado hacia el frente para desligarse.
En poco
rato de entre la gente aparece la camilla y el paramédico con un enfermero.
Traen a Hilda, vienen por Yoli. Hilda se agarra la cabeza al ver a la otra en
el suelo y yo pienso que se va a volver a desmayar. Miro al paramédico y él me devuelve la mirada como diciéndome solo a vos se te ocurre
traerlas acá. Es una mirada de reproche muy incisiva. Hilda se agacha, la amiga
le dice: Ese imbécil fue, y señala al cara de sapo, y la otra se endereza y le
ordena al cana: Vos, arrimate, a ver.
El cana
titubea, no quiere romper formación, pero lo empujan. Finalmente se acerca y
Hilda lo jala para que baje a la altura de la caída.
Ha
tirado al suelo a mi amiga, jubilada, directora de escuela era ella, tiene
ochenta años, podría ser su abuela, discúlpese.
El tipo
parece preferir que un rayo lo fulmine ahí mismo, pero no tiene alternativa. El
periodista se ve entusiasmado con el teatrillo que tiene el privilegio de grabar,
la primicia, y Yolanda tiende una mirada torva que nunca le vi antes.
El cara de sapo musita algo, pero Hilda le dice que así no, que se saque el casco. Los
compañeros del tipo ahogan la risa y yo imagino la musiquita de Crónica TV
de fondo. Un titular amarillista. El sujeto se quita el casco y se
agacha hasta quedar a la altura de Yoli, que está sentada en el suelo con las
piernas estiradas. Entonces Yoli deja de gemir, se agarra del escudo plástico que él apoyó en
el piso y se levanta casi con menos dificultad de la que me levantaría yo mismo.
Aprieta el escudo con ambas manos y se lo da por la cabeza.
¿Duele
esto? Decime, a ver, golpeador de preñadas, ¡hijo de la gran puta!