jueves, 4 de abril de 2024

Protesta

 

Es doña Yolanda quien golpea. Quiero bajar. Ella voltea hacia mí desde su balcón, me señala con la tapa de la olla. Usted, Víctor, baje inmediatamente conmigo, ¿o necesita invitación formal?

Revuelvo el bajo mesada, manoteo la olla más vieja, una de aluminio que perdió la tapa, y me llevo el cucharón. Es un cucharón de pieza entera, no de los que tienen atornillado el mango.

                Tomamos juntos el ascensor. Yolanda es retacona, enérgica, decidida. No te va a sonreír si no le gustás. ¿Pudiste dormir, querido?, dice. Ni bosta, no pegué un ojo, pero respondo que ahí, que algo, que más o menos. Ella me analiza como si supiera que estoy minimizando la cosa. No le convence, mi actitud le genera impaciencia. No dormiste un carajo, concluye. Tiene una cacerola esmaltada de doble asa y una cuchara enorme de acero inoxidable, las usa como gong para despertarme. Se ha puesto la colonia de Heno de Pravia que detesto.

                En un rato viene Hilda, sí te acordás de ella, ¿no? La de la Gnosis y toda esa zanata. Sacudo afirmativamente la cabeza. Si los galpones de chapa pudieran bostezar, diría que eso es exactamente lo que nos recibe al salir del edificio. El bochinche se escucha una cuadra más adelante, la gente apiñada, el ritmo de algo que late.

                Sentí la batucada, nene, si tu  mamá resucitara se vuelve a morir con todo esto, cómo la extraño a tu mamá. Hace tanto que nadie me llama nene que solo por eso siento algo parecido a la fraternidad, como si fuera ella, como si fuera mi mamá que viene conmigo o con ella, como si mi mamá estuviera agarrada de su brazo ahora mismo, mirándome, viendo qué hago, cómo trato a Yoli, cómo me muevo en este caldero.

                En la esquina Hilda nos hace seña, sonríe, parece que vernos le produce alegría. Trae mochila, saca unos antifaces de plástico blanco que nos calza en la cara. Andan filmando, advierte, sancionan a los que protestamos. Yolanda se los quita, bufa, replica que ella no se va a esconder porque no está haciendo nada malo. Yo me los dejo pero los subo a la frente. Hilda me los encaja otra vez en la nariz y se los encaja a Yolanda. Dejenselo, insiste, estos andan identificando como si nosotros fuéramos ladrones, ¿me entendés vos? Digo que sí para tranquilizarla, su preocupación procede de tiempos oscuros, es la memoria lo que le salta las alarmas, a veces esa memoria la confunde, pero otras veces la hace más lúcida que cualquiera de nosotros.

Necesito un mate, suspira Yolanda. La  otra contesta que de eso tiene y saca un termo de la mochila. Así es como tomamos unos amargos antes de sumergirnos en la masa de gente. Yolanda empieza a darle a la cacerola al llegar a Corrientes. El cántico es un conjunto de chicharras en la siesta de febrero. El sol está alto, quema. Hay uno vendiendo gorras viseras, y no puedo determinar si están caras o si el precio es justo y yo soy pobre.

Compro una gorra. Canto con ellas. A pocas cuadras Hilda se desmaya y un hombre que le pega a un rallador llama a la emergencia. Despierta cuando la suben a la camilla y se enoja porque la retienen. ¿Cuántos años tiene, abuela?, le pregunta el paramédico. Ella está furiosa. Los suficientes para que me hagás caso, pelastrún, le espeta. Al muchacho le cae bien, se ríe, negocia con ella. No la llevan pero tampoco la bajan, el trato es que se quede media hora adentro de la unidad. ¿Qué le parece?, pregunta él. Ella asiente resignada. Yolanda le da su número de contacto al paramédico. Llámenos para venir a buscarla, le dice.

Me cae un Whatsapp de Norberto: Mor, a dónde andas. Estoy en la marcha con dos nonas, contesto, me pusieron un antifaz. Qué antifaz, escribe él, mirá que hay unos que te tiñen la cara y no sale, son para marcarte, ¿dónde lo compraste? ¿Qué decis, mor? Eso, sacatelo en casa y si no sale el tinte te llevo maquillaje.

La puta madre, suelto. Yolanda me mira con la boca fruncida. El antifaz, le explico, deja la piel manchada. Ella insulta y se lo arranca. Una línea azul dibuja el contorno transformándola en mapache. Tiene azul, señalo. Yoli se frota y la tinta no se corre ni se atenúa. Póngaselo, póngaselo. Ella se lo coloca. Entonces la ola de gente recula y nos arroja contra otra gente que está atrás y nos caemos como dominó. Es la policía que pecha, rezonga ella, mientras la ayudo a levantarse. Un grupo se repliega, se oye el coro: ¡hijos de puta, hijos de puta!

A manotazos, a contramano, una turba se abre paso entre nosotros, se frotan los ojos. ¡Están echando flit, la concha de la lora!, chilla  uno. Yolanda se recompone y levanta la cacerola y le da mazazos: ¡hijos de puta! Tremendo golpe y ahí está gritando. Siento que ella tiene la energía que me falta, la convicción que se me evapora, la llama que se me apaga. Pienso que, aún así, no debería estar acá. Es como llevar una copa de cristal a un recital de Iron Maiden. La osteoporosis no perdona, un pogo y te rompiste en pedazos. Alargo mi brazo hasta agarrar a Yoli. ¿Querría mi madre que hiciera esto? Cómo odio mi apatía.

Qué pasa, Víctor, gruñe ella, ¿ya te querés volver vos? Entonces le digo que no debería estar expuesta a golpes como el que se dio, que qué le parece si regresamos y vuelvo yo solo y ella golpea la cacerola desde el balcón. Yolanda me clava una mirada indescifrable, cruda, como si me fuera a comer sin cocinarme, pero no dice nada por un rato. Pensé en los lentes cuando me caí, contesta, pero los dejé en la mesa de luz.

Otra vez empujan y ahora me pongo detrás de la vecina. Falta poco para que caigamos de nuevo. El cordón policial avanza y tenemos los escudos de acrílico a pocos metros. Mirá, dice Yolanda, ¡mirá cómo le da con el coso ese a la embarazada ese pelotudo! ¿Pero a vos te parece?

Yolanda hay que irse a casa.

¡No le pegués a la embarazada, hijo de mil puta!

Empiezo a tirar de ella, busco llevarla hacia un costado pero es obstinada. Se escucha una sirena al otro lado de la calle.

Tate quieto que no lo quiero perder de vista, ¿no ves que con esos cascos son todos iguales?

Desisto cuando uno de mis tirones resulta tan brusco que por poco la tumba. Suena su celular. Ella me da su cacerola para atender. Es el paramédico que avisa que ya podemos ir por Hilda. Pero a pesar de que la oigo decir que sí, sigue avanzando. Se abre paso entre la gente que retrocede. Se pega contra el cordón traslúcido de los escudos de la Federal.

                Con vos quiero hablar.

Se dirigirse a uno de ellos que tiene la mirada perdida como un robot.

                Yoli, por favor, empiezo. Pero ni bola.

                Sacate el casco para que te vea la cara, ¿querés?

                El tipo se levanta el visor de la cara. Tiene una expresión fija de sapo empachado y no la mira, si no fuera por el entrecejo que se le frunce diría que ni la escucha.

                ¿Te parece bien pegarle a las embarazadas a vos?

                Entonces él la enfoca por un segundo, para volver a perder la vista al frente. Yolanda, rabiosa, intenta darle un cucharazo pero la cuchara no acierta el espacio abierto del casco y el tipo levanta el escudo y la derriba.

                Cuando trato de levantarla grita, y sé que ahora sí se quebró, que estamos tarde para prevenir, que mamá pensará que soy un infeliz.

No te preocupes que es el tobillo, no la cadera, me intenta tranquilizar ella.

Le arrebato el celular y busco en el historial la última llamada entrante. Me atiene el paramédico, le explico, le pido si puede ingresar con camilla a buscarla. Para mi fortuna, dice que sí.

Mientras esperamos, un pequeño grupo a nuestro alrededor se revela contra el sujeto que la volteó. Hay gente que filma con el celular. La vecina, desde el suelo, quiere que el tipo se disculpe. Un periodista que transmite en vivo se mete en escena y empieza a relatar a la cámara enfocando alternativamente a Yolanda y al cara de sapo empachado al que los colegas han empujado hacia el frente para desligarse.

En poco rato de entre la gente aparece la camilla y el paramédico con un enfermero. Traen a Hilda, vienen por Yoli. Hilda se agarra la cabeza al ver a la otra en el suelo y yo pienso que se va a volver a desmayar. Miro al paramédico y él me devuelve la mirada como diciéndome solo a vos se te ocurre traerlas acá. Es una mirada de reproche muy incisiva. Hilda se agacha, la amiga le dice: Ese imbécil fue, y señala al cara de sapo, y la otra se endereza y le ordena al cana: Vos, arrimate, a ver.

El cana titubea, no quiere romper formación, pero lo empujan. Finalmente se acerca y Hilda lo jala para que baje a la altura de la caída.

Ha tirado al suelo a mi amiga, jubilada, directora de escuela era ella, tiene ochenta años, podría ser su abuela, discúlpese.

El tipo parece preferir que un rayo lo fulmine ahí mismo, pero no tiene alternativa. El periodista se ve entusiasmado con el teatrillo que tiene el privilegio de grabar, la primicia, y Yolanda tiende una mirada torva que nunca le vi antes.

El cara de sapo musita algo, pero Hilda le dice que así no, que se saque el casco. Los compañeros del tipo ahogan la risa y yo imagino la musiquita de Crónica TV de fondo. Un titular  amarillista. El sujeto se quita el casco y se agacha hasta quedar a la altura de Yoli, que está sentada en el suelo con las piernas estiradas. Entonces Yoli deja de gemir, se agarra del escudo plástico que él apoyó en el piso y se levanta casi con menos dificultad de la que me levantaría yo mismo. Aprieta el escudo con ambas manos y se lo da por la cabeza.

¿Duele esto? Decime, a ver, golpeador de preñadas, ¡hijo de la gran puta!

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Papá Noel

 

Papá Noel entra a la tienda. Camina con el aplomo del marinero que recién desembarca y siente el suelo inestable. Un borde de barro rodea sus botas, deja reguero. Es petizo, panzón, tiene nariz redonda y una rajadura en los lentes. No transpira, no está siquiera sonrojado. Las miradas le caen indiscretas. Se acerca mucho para leer los precios, se arquea hacia atrás para compensar el peso de la panza, se tironea la barba. La crisis revienta al país, por lo que ver a alguien llenar carros genera estupor. Los va acomodando en fila repletos de juguetes, ropa, útiles escolares, indumentaria deportiva, celulares.

Una de las empleadas lo aborda:

—Señor, ¿usted va a pagar todo eso?

Es una pregunta retórica, casi una advertencia, ante la que el hombre reacciona levantando las cejas y frunciendo la boca.

—¿Y usted qué cree? Este polirrubro es privilegiado, voy a comprar todo el stock, nada más necesito clasificar un poco.

Señala los carros y hace un círculo con el índice, mira a la encargada con diversión, como si conociera el libreto. Vamos, como si la hubiera tratado antes. Se rasca la mejilla metiéndose los dedos en la barba, lleva la otra mano al ciático.

—A menos que usted quiera que me vaya. Este año salió sorteado este pueblo, señorita. Me vine desde allá. —Señala el norte.

La cara de la chica es un poema. El anciano combina carisma con poder de persuasión, es irresistible y está consciente de ello, lo presume con descaro. Es una abuela diciéndole al nieto: ¿pastelitos o buñuelos? ¿O querés churros con chocolate, corazón? ¿Helado? Sé que te puedo comprar, decile a la nona lo que querés.

—Ah —dice ella. Deja la boca abierta y él le sonríe achinando los ojos.

—A veces llaman a la policía —asiente él—, en esos casos volvemos a sortear, sale otro pueblo y listo. A veces un barrio de ciudad.

La empleada ha bajado un poco la cabeza y lo estudia con estupefacción. Un nene se zafa de los brazos de la madre y corre hacia él. Le tira del saco con ansiedad, le pide un perrito. Papá Noel extrae un post it del bolsillo y escribe. Es un vale. Vale por un perrito. Le indica que lo enganche al arbolito el veinticuatro a la noche, pero la madre interrumpe y se lleva al hijo de un brazo. El nene se deja arrastrar con obediencia, tiene el papel aferrado y un brillo de fascinación en los ojos.

—¿Puedo seguir, querida?

­           —Si va a pagar todo —vacila la encargada—, supongo que sí. ¿Va a abonar con débito, crédito o en efectivo? En efectivo tenemos diez por ciento de descuento.

                La boca de él se vuelve una línea fina rodeada de surcos de nieve que forman un cielo de Van Gohg.

—Crédito, Laurita.

—¿Cómo sabe mi nombre?

El hombre tuerce la boca, cómico. Apunta a la identificación que cuelga del uniforme de ella. Eso parece tranquilizarla, convencerla de que todo va bien, de que capaz es un millonario de esos que enloquecen porque lo tienen todo y nada los saca del aburrimiento. Tal vez uno de esos filántropos que necesitan desprenderse de la plata porque hicieron un retiro budista o porque quieren que el dios cristiano les perdone sus cagadas. Y por qué no dejarlo hacer el bien, después de todo, si va a pagar.

—Faltan quince días para Navidad y hace calor —comenta ella, evaluando la apariencia del desconocido. Se fija en el gorro grueso, en la finura del cabello, en el insólito aspecto del iris, que parece esculpido en labradorita, en las escamas tatuadas que se traslucen debajo de algún maquillaje ahí en el cuello, donde ya inicia el tapado de fieltro rojo. Hay algo en él que no encaja, pero no logra distinguir qué.

—En pocas horas todo va a costar el doble. En quince días será el horror —explica él—,  lo vi en el oráculo.

—Ah.

Laura Fernández mueve afirmativamente la cabeza, le da el visto bueno y se retira. La gente vigila de soslayo la figura extravagante, su porte seguro, su caminar descoordinado, su proceder absurdo. En dos horas Papá Noel llena todos los carros libres y los dispone como vehículos en un estacionamiento. Como tienen el frente más angosto, forman un semicírculo. Lo que sigue entonces solo lo recordarán las cámaras de seguridad y el niño con el vale del perrito, pero de las cámaras nadie se fiará, por todo esto de las IAs, y al chico los padres no lo dejarán contar.

Papá Noel mira los changos, satisfecho, y la cola de gente comprando pequeñeces, cuidando el billete. Se arquea hacia atrás, se acaricia la panza como una embarazada y empieza a tararear una canción. La gente lo contempla con reticencia al principio, ven en su compra masiva un acto de ostentación, algo definitivamente sórdido, pero la canción resulta cálida y dulce, ablandadora. Así que él sigue parado examinando la muchedumbre y tarareando con parsimonia, de a poco eleva el volumen y su voz se va tornando aguda y modulada. Sugestiva.

—¿Qué canta? —le pregunta una señora.

—Kulning —responde sin más.

Ella se repliega al ver que al interrumpirse el anciano no recupera  el tono natural.

—Da miedo.

El hombre extiende una sonrisa compasiva. Reanuda el canto suavemente. Alza más la entonación y se mueve con swing mientras se tuerce hacia atrás como quien acumula aire para soltarlo con fuerza. El lobo que tumbará la casita de los cerditos.

Canta con gracia por un buen rato y la gente va deteniéndose a escuchar. Se va congelando. Cuando sube más los decibeles las personas se vuelven a mover. Dejan su carga y agarran un changuito del estacionamiento, colmado,  lo llevan a la caja. Cada cliente paga uno, lo saca a la vereda, lo baja por una rampa y descarga su contenido en un acoplado de quince metros de largo que dice en un costado Santa Claus y en el otro tiene un logo como el de Starbucks pero con un tritón. Sumisos igual que si hubieran tragado burundanga llenan todo el espacio y aseguran el remolque con lonas y cuerdas. Después, como si nada, reingresan al local, a su lugar en la cola, a su carro, a su cesta.

El viejo disminuye gradualmente la estridencia del canto hasta quedar en silencio y la actividad cotidiana se restaura. Los clientes retoman las conversaciones en el punto exacto en que las suspendieron, los cajeros continúan el cobro, los repositores hallan los anaqueles vacíos y descienden al sótano donde los recibe el desabastecimiento.

 La encargada despide al mejor cliente del año con un movimiento de cabeza. Él levanta la mano y ella aprecia otro tatuaje de escamas incrustado en la muñeca. Le parece original, hiperrealista.

—Gracias por su compra —le dice, aturdida.

Él esboza un saludo como de quien toca flauta y se desaparece en el camión.



Este trabajo tiene la licencia CC BY-NC-ND 4.0

viernes, 15 de diciembre de 2023

Escuinchi

 

    En la cola, un nene pide que le compren un escuifi. No sé lo que es un escuifi, pero sigo su dedo hacia una cesta llena de bultos de colores y leo Squishy.
    Solo hay dos cajas habilitadas y estoy en la primera. Al ingresar al local me topé con un anuncio: Por la situación económica los productos no tienen precio en góndola: consulte en Caja 1. Vine por tapers. Encontré de tantos tamaños, colores y calidades que agarré uno de cada cual. No preví un canasto, así que hago malabares para que no se me escapen. Cada tanto, alguno se resbala y me agacho sin inclinarme para evitar tirar el resto. La Caja 1 desborda. La Caja 2 es peor.
    El calor se incrementa por la proximidad de los cuerpos. La criatura hace berrinche y se cuelga de la ropa de sus padres. Hay tres antes que yo, llevo media hora esperando. Metieron mi cartera en una bolsa de lona y le abrocharon un tag de alarma, algo habitual, el tema es que me dejé el celular adentro y suena a cada rato. Estoy segura de que es mi padre, él no parará hasta que conteste. Hace minutos, una mujer cortó la cola para que le quitaran el dispositivo porque tenía que atender. Esas cosas enlentecen la actividad, de por sí parsimoniosa. Por fin avanzamos, le toca al matrimonio que me antecede. La suerte quiere que el nene se ponga a traer juguetes para pasar por el láser. Este, mamá. Este otro, papá. Ya sé, ya sé, quiero este.
    Los padres finalmente deciden que solo el camioncito y la bendición se echa a patalear. En este momento descubro la cesta a mi alcance y palpo el Squishy. Los había visto, pero nunca los había tocado. Son blandengues, causan repelús y, al mismo tiempo, fascinación. Me recuerdan a la pelota Miky Moko de cuando era chica, aunque tienen menor densidad, son más flojitos. Yo también quiero un Squishy, pero la gata lo rompería en un santiamén y la perra se comería los pedazos. Ocho mil pesos la consulta veterinaria.
    El cajero agradecería que Ganesha le donase un par de brazos. En el intento de apurarse desparrama una pila de cajitas que dicen Marwal y que tarda una eternidad en recomponer.
    Por fin termina. El nene, fastidioso, se prende de las bermudas del padre y se las baja. El tipo reacciona rápido y caza al hijo del brazo como con ganas de ahorcarlo. Pienso que va a decir pequeño demonio, pero en lugar de eso chilla: ¡La re puta madre que te parió! La mujer le tiende una mirada de reproche.
    Ya en mi turno, libero mi carga sobre la superficie metálica. Se me acalambró un brazo. El cajero empieza a chequear los precios, un pip por cada taper. Decido llevarme cuatro. Me dirijo a la otra caja a pagar, con el mal tino de encontrarme con los mismos adelante. La mujer reta al chico por joder y al marido por gritar. Detrás de mí, la que abrió la bolsa para sacar el teléfono responde a un audio del novio. Mi celular vuelve a sonar, y vuelve a sonar, y vuelve a sonar. Maldigo la hora en que elegí un ring ton tan estridente, es el sonido de una armónica, un acorde que recuerda el sound track de las pelis del lejano oeste.
    La formación se mueve como bote en crema de leche, sinuosa, compacta. La temperatura se eleva a medida que se apiña más gente. De tanto en tanto, alguien interrumpe a la cajera y todos rezongan.
    Escucho a la chica de atrás grabar un audio: Salí del psico y pasé a comprar unas cosas. ¡Me tocó hacer cola dos veces! Más allá alguien despotrica que va a aumentar el dólar y que va a quedar el culerío. Que será atroz. Su tono es de revancha. Lo que sigue es una disputa entre partes que consiste más o menos en endilgar culpas, algo que se mueve como la pelota del ping pong pero que tiene fanáticos como en el fútbol y animales como en el zoo. El viejo, que se parece a Popeye el Marino, dice que se jodan por haberle votado. Yo me pregunto en dónde se solicitará la constancia de no haberle votado para no joderse.
    El matrimonio se retira y se los ve discutir en la vereda, el nene llora en el suelo, quiere la masa fofa que parece sapo.
    —Si paga de contado tiene diez por ciento de descuento —me informa la cajera.
    Guardo la tarjeta en el sobre de neoprene y saco los billetes. Ruego que cierre la operación antes de que el dólar pegue otro salto de canguro. Abono con dos de mil mientras escucho el audio que el novio le envía a la que está a mi espalda. Dice: ¿Cómo que te fuiste de hocico atrás de unas copas? ¡Qué me decís! ¿A esta hora? ¿Quién te tocó la cola dos veces? ¿Vos me estás jodiendo a mí?
    Caigo en que no grabó. No, claro que no grabó, pulsó el micrófono más chico, el que transcribe. Recuerdo la actividad de machine learning en la que participé, el algoritmo que ponía por escrito los audios. Bastaba que el hablante aspirara un poco una ge, se comiera una ese o bajara la voz en algún tramo para deducir cualquier verdura. Peor si había voces de fondo. Empiezo a reír. Me cubro la boca. No puedo disimular, es esa carcajada retenida que quiere reventar como una ampolla. La cajera, que ignora el contexto, me mira con sorpresa mientras me da el vuelto. Así que manoteo el ticket y la bolsa y me largo. Agradezco que el sonido del celular cubra la risa que me ataca como si me hicieran cosquillas. Me muerdo el labio hasta que duele, pero es que se fue de hocico atrás de unas copas, ¡y le tocaron la cola dos veces!
    Afuera, la madre del crío se cansa, le da en el traste y lo mete de prepo al auto. Se va de hocico contra el asiento, pienso. Qué escuinchi ni una mierda, me pudriste, remata ella.
    El calor agobia, causa un sopor envolvente, húmedo, que parece presionarla a una contra el suelo, como si la Tierra hubiera crecido y la gravedad actuara en consecuencia. Recuerdo los hectopascales del pronóstico meteorológico. Eso debe ser. ¿A cuántos estaremos hoy? El cielo se tapa y el viento norte fustiga los lapachos.
    Se fue de hocico tras unas copas. Las bacanales, un poroto. Terrible la injerencia de Baco. Caramba, qué adicción. Capaz así surgió el ditirambo. Otra vez me arremete la risa de porquería. Dejá de reírte en la calle, loca de mierda, me reto. Pero la risa se vuelve acicate. Imagino el irse de hocico y es incontenible como la réplica de un sismo. Así que me concentro en el dólar, en lo que dijo el hombre, en lo que viene diciendo la gente. ¿El dólar aumenta o el peso baja? El peso se va de hocico.
    Las bacanales sin vino se vienen. Nos tocan la cola dos veces. Eso. Nos arrojan al asiento de atrás, ¡y sin escuinchi!
    Llego a mi casa y el dólar se fue a ochocientos.

lunes, 6 de noviembre de 2023

Mucho ruido

    Lo único que habían podido armar eran unas balsas rudimentarias, de pura caña y fibra de coco como las de Tom Hanks cuando partió con Wilson. La cosa no daba para más. La fuerza del océano empujaba las balsas endebles, era inútil cualquier diligencia. Luego de unas semanas, empezaron a aparecer los botes. No se sabía si habían partido después o si venían de otro sitio, pero les daban alcance y la gente a bordo miraba con desdén y clamaba: Hay que remar, hay que remar, si no se rema no se llega a ninguna parte.
    Tanto desde las balsas como desde los botes se pescaba para comer y se reservaba agua de lluvia en recipientes reutilizados. Pero los de los botes contaban con remos y al poco tiempo sacaron distancia. Uno que otro balsero se había querido subir a un bote y no lo habían admitido: para venir acá tenés que remar. El balsero había jurado remar y le objetaron: si remaras no estarías en una balsa.
    Así que algunos hacían remos de sus manos, cosa que resultaba en luxaciones y poco desplazamiento. Otros habían quitado fragmentos del extremo de la plataforma para usar de propulsores. A algunos se les había estropeado el encañado y habían tenido que subirse a balsa ajena. Existían los que enloquecían, se ponían a dar chiflidos que emulaban la bocina de un buque.
    El mar estaba revuelto y se veía, a lo lejos, una ola en aumento, de a poco, terrible. ¿Era un tsunami? No sabían. Los balseros ataron su flota con un cordón a sus muñecas y aguardaron el colapso. Resultaba difícil pescar en esas circunstancias. Algunos rezaban con ahínco, otros maldecían a los de los botes. Los de los botes, más lejos, acusaban a los de las balsas de haberles robado las anchoas.
    Un carguero industrial pasaba orondo, ajeno al despelote, empeorando el oleaje. 
    En medio del desastre se distinguió una forma. ¿Es un barco? exclamó un balsero. Sí, sí, un transatlántico. Se agrandó, majestuoso, hasta quedar en medio del balserío, alto e imponente. A varios metros, en cubierta seca, se asomaba la multitud. Los de los botes estaban ahí, mezclados, miraban. Por culpa de ellos, decían.
    Uno, desde la proa, tendió una cuerda de auxilio. Los balseros se alejaron braceando a todo pulmón, intentaban vencer la succión. Nadie tomó la cuerda. Hubo algunos de ellos angustiados como el que ofreció ayuda que gritaron: ¡Es el Titanic! 
    Pero había mucho ruido.


Mucho ruido by Noelia Antonietta is licensed under Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International

lunes, 25 de septiembre de 2023

Luz

 Una tarde en que el calor no la dejó dormir la siesta, mi abuela se puso a decirme que no todas las personas tienen lucecitas en las puntas de los dedos. Fue un episodio atípico, de esos en que me sentía importante porque un adulto se tomaba el tiempo para explicarme algo complejo.


—Algunas personas—empezó entonces— son como la luna, reflejan la luz como un espejo.

Estaba agitada, algo ofendida. El calor le hacía rodar enormes gotas por el cuello y parecía que el temor de alguna cosa le hincaba los talones.

Me senté a modo indio, como si me fuera a contar un cuento, y noté que se fastidiaba. Me esmeré en demostrarle que le ponía atención, así que le hice saber que me parecía bien que las personas reflejaran la luz como un espejo.

—No me estás entendiendo—replicó, mientras se pasaba un pañuelo de tela por la frente.

Titubeó un rato buscando quizás la forma de decir lo mismo con otras palabras o considerando la posibilidad de quedarse en silencio. Miró mis ojos, mi pelo, los Rasti desparramados por el piso. Se resolvió por fin, con esa manera tan suya de mover las manos:

—¿Viste los sapos? Van a la luz.

Pensé en los sapos en el campo, reunidos debajo de los fluorecentes, estirando sus lenguas como chicle hacia la horda de insectos ávidos de estamparse contra el foco.

Observó mi cara, mi actitud de haber atrapado algo pero no saber qué. Se levantó con trabajo, me indicó que no hiciera bulla porque el abuelo dormía. Después se fue bufando hacia la cocina.

Ese día tiró muchos álbumes y fotos.




martes, 27 de marzo de 2018

Repartirse

Hoy miré el agua del río y pensé que algún día el polvo de todos correrá por él. Algún día todo se desintegrará y terminará en el agua del río, y todos terminaremos mezclados, solidarios a la descomposición y la compensación del suelo.
Ayer removían tumbas en el cementerio, en la parte vieja, nichos que hace siglos nadie visita. Tiraron abajo las lápidas, vaya a saber qué hicieron con los restos. Restos, algunos anónimos, ya que la placa de metal que contenía el nombre se desprendió hace tiempo o fue robada por el valor del bronce o del cobre.
Entonces, pensé, esa gente ya debe haberse vuelto polvo, debe haberse reintegrado al ecosistema, debe ser aire, tierra, agua. Derribada por el olvido o por la falta de descendientes que paguen ha salido del único cubículo que la separaba de todo lo demás. Debe correr por el río hecha nada, y a la vez todo.
Una buena forma de estar en todos lados y en ninguno: volverse polvo. Repartirse.

sábado, 10 de marzo de 2018

El monstruo

(Alguien pidió que regresara este relato al blog. Ahí va )

El viento no lo dejó encenderse el cigarrillo, su acompañante quedó pasmado ante el caos que se desataba sobre la montaña. Se acercaba un núcleo con múltiples trompas, cada una de las cuales generaba un huracán cuando tocaba tierra. Juan Cruz se acariciaba el mentón:
―Si todo lo que existe está en nuestra mente ¿cómo es posible que vea algo en lo que no creo?
Rodrigo no le contestaba, ni siquiera había logrado entender lo que había dicho. La parálisis de su cuerpo no era de confusión, sino de miedo. Juan Cruz prosiguió:
―Creo que no existe, creo que es mi mente tratando de engañarme, porque todo lo genera la mente ¿no es así?
En ese momento, una lengua huracanada levantó al vehículo estacionado en la orilla y se lo tragó luego de darle dos tumbos sobre el pavimento. Apenas podían estar parados y el terror de Rodrigo empezaba a destrabarle los músculos ateridos.
―Tranquilo, es cuestión de imaginar algo ameno―sostuvo Juan Cruz―. Mira ahora, cierro mis ojos, imagino un arco ir…
Pero un látigo de viento se llevó al pensador junto con un inmenso ruido de latas, árboles y automóviles.
Una voz que venía del caos articuló: corre, corre para contarlo.

Y Rodrigo corrió.

jueves, 1 de marzo de 2018

1

Llevo un buen rato pensando en un seudónimo y ninguno me convence. Preparo el mate, miro la mata de espinaca rastrera, miro al gato que me enfoca fijo, con ojos amarillos. Los gatos logran quitar la cotidianidad a cualquier cosa, con su mirada fija, expectante, vuelven todo sumamente relevante. Pero la tarde ha transcurrido lenta, a pesar de la curiosidad de los gatos y de mi ansiedad por encontrar un seudónimo. Muy lenta, como siempre que me abruma el dolor y me asalta la consciencia de las cosas inminentes.
Un mensaje, que hace dos años podría haberme alegrado el día, ahora cae en saco roto, y es casi una molestia, algo a lo que ni sé si responder. Hay quien deja correr el agua pensando que el agua estará siempre ahí.
"Qué querrás vos de mí", pienso. Pero respondo que bien, que gracias, que espero ande también estupendamente y que le mando un gran abrazo. No acodo ninguna pregunta.
Sé que no habrá mensaje de vuelta a menos que su empeño le haga saltarse mi evidente falta de interés.
Tomo un mate cargado y alguien viene a mi mente como un flash. Aprieto los ojos para perderlo. Es una persona que siempre está colándoseme, devolviéndome una sonrisa debajo de los sauces, allá en el arroyito. 
A veces pienso que me he quedado suspendida en pequeños momentos diseminados a lo largo de mi existencia y que ya no estoy aquí, que ya no estoy más. Que en algún momento impreciso he dejado de existir y mi fantasma espera que algo o alguien, mágicamente, lo devuelva a la vida.

jueves, 1 de diciembre de 2016

yo que me espanté
ando igual de peor
o más de menos

¡muestro las palmas
antes de cerrarme!

harta
como pronosticaste

hartazgo del tuyo
cuando dijiste
la sed se aguanta mejor
sin gotitas de agua



sábado, 26 de noviembre de 2016

Color

Escapo de su vista, pero sus ojos me persiguen por las góndolas.  Sus pupilas recalan en el algodoncito que no me quité del brazo. Me caza de la muñeca, yo que le huyo como al viejo de la bolsa y se me engancha como la campera en la manija de la puerta cuando tengo prisa.
Te vi salir casi corriendo esta mañana.
Siempre salgo corriendo de esos sitios.
Miro alrededor. No puedo zafarme sin tirar la canasta de las cosas, sin levantar miradas.
Soltame, nene
¿Qué color tengo yo en tu mente?
Titubeo un rato, él balbucea la pregunta. Los ojos abiertos grandes. Repite. Espera. No sé si es tenaz o testarudo, o es muy joven. No sé si soy cobarde o precavida, o estoy vieja.
Rojocontesto, sorprendida.
Lo veo sonreir. Poco sabe de mí. Nada sabe de mí.
Mi miedo también tiene ese color. El color del algodón que no me quité del brazo.

lunes, 21 de noviembre de 2016




será que es tiempo de curarse
aunque sea un poco
¿puede la crisis
ser una revolución?
decís que hay algo más en mi llamado
pero yo nada más quiero dar una vuelta
solo que no acá
¡no acá!
vos me mirás con los ojos perdidos
y no entendés

no entendés que lo más pesado del dolor
son las cadenas

martes, 24 de mayo de 2016

Alguien llama para decir que parte para Rosario a las doce, que será muy tarde para pasar pero que pasará igual y que me ponga una pijama bonita. Su voz me trae recuerdos mezclados, cosas que dejé por feas, cosas que me traje por mías, cosas que soy y que él conoce. A algunas personas les huyo porque ofician de espejo. Algunas personas, como el doctor C, saben quién soy y vienen a recordarme lo que quiero. Pero ahí estoy yo diciéndole que claro -sin ganas, con más miedo que entusiasmo-, diciéndole que por supuesto, doctor.
Muchas veces el doctor C me dijo que dejara de llamarle doctor, que por favor le dijera C, y ahora que me oye no hace excepción, me lo recuerda a viva voz, y me dice que me va a traer una sorpresa. A mí ya no sé -después de tantas- si me siguen agradando las sorpresas. Así que me voy a la cama pensando que quizás bromea -y eso no es posible viniendo de él, pero me tranquiliza pensarlo- y que llamará por teléfono cuando vea el primer cartel que anuncia el pueblo.
Tal como eso, el doctor C llama desde la ruta y me dice Noné. Solo él me dice Noné, por tanto hace valer su exclusividad repitiéndolo.
―Noné, ya estoy acá... Noné, Noné... en quince minutos te toco la puerta. 
Noné lo escucha, la respiración se le agita un poco y se ve envuelta en una nube de miedos que acaban de asomar, pero lo escucha y le dice que por supuesto, doctor. Noné ya ha tenido visitas del doctor C en otros tiempos. Son irrupciones cortas e intensas, como esos huracanes que en unos minutos lo revuelven todo. pero con la diferencia de que todo se genera sin violencia. C es pacífico y tranquilo, su arma no es el volumen o la agresividad sino la precisión. Es un espejo con alto poder balístico. 
El doctor C no genera indiferencia. Si te adscribís a  él estarás adicta y si dejás de verlo no querrás encontrártelo más.
Entonces ahí, Noné, yo y todos mis yo, se mueven hacia la puerta. El doctor C interpone un paquete con moño violeta y me dice Feliz cumpleaños. Tal como espero, dentro hay un obsequio que va conmigo, algo que él sabe que me gusta. Son detalles que le hacen a una sonreir, aunque sean las tres de la mañana.
Le invito un café. Dice que sí, que bueno, y que si no le voy yo a dar un abrazo o qué. El doctor C me da un abrazo suave, de esos que no aprietan pero que te tienen bastante tiempo como para que su perfume se te impregne en la ropa.
―¿Tiene congreso en Rosario?―pregunto, incómoda por sus ojos que se incrustan en los míos.
―Así es...
―Claro.
―¿Falta mucho para que me tuteés, Noné?
Nos reímos. Voy hasta la cocina y preparo el café, mientras lo escucho contarme la temática que trataron con el plantel de Córdoba y la planificación que hará con el equipo del hospital Alemán. Siempre me habla asi, como si yo entendiera todo, verdad es que de buena parte estoy enterada porque me lo ha referido con detalle, pero verdad es también que la terminología profesional suele dejarme al margen de todo entendimiento. Vuelvo con los cafés y unas galletitas y el doctor C me pregunta si no he vuelto al otro pueblo. Ahí está el espejo y su tentáculo. Y que no, que no he vuelto.  Y que por qué. Así que como un resorte salto a preguntar cualquier cosa, cualquiera.
―¿Y usted cuándo era que cumplía los años?
―Bueno... Noné, no me creo que no te lo acuerdes...
El 7 de septiembre, claro que sí.
―Verdad, doc, hablemos de otra cosa.
Con él no puedo mentir, no puedo usar subterfugios. Él te amaestra para eso. La honestidad, siempre.
―Ya con el usted y el doc me ponés un muro como el de Berlín, sabés. Pero está bien, no tocamos más el tema.
Es inútil con él. No necesita tocar un tema, hace que el tema nos toque. En vez de ir directo rodea el asunto, y en el rodeo lo cerca con una cuerda. Después solo le resta tirar. Tira y ahorca el tema sin siquiera tocarlo, desde la periferia.
―Usted pue...
―Vos.
―Vos... Vos podés tocar un tema sin tocarlo. 
El doctor se ríe, a veces me pareció descubrir en su mirada una suerte de esperanza, una expectativa, como si aguardara que yo le hiciera alguna devolución, que yo efectuase con él lo que él conmigo. Que yo fuera su espejo. 
Pero yo soy el colmo del relativismo. Nada es así o así en mi cabeza, a tal punto, que difícilmente podría encasillar una conducta suya sin sentirme errada. Pero así, silenciosa, se me cruzan las palabras: usted quiere lograr con los demás lo que no puede lograr con usted mismo. Y lo que es peor, quiere que se lo digan.
―¿Qué más puedo hacer, Noné? A veces pienso que nadie ve los hilos, que no se dan cuenta, trato de que todo sea espontáneo, sabés.
―Lo espontáneo no se trata.
El doctor levanta ambas cejas. Algo de mí le resulta nuevo y tengo su atención desbordada. Sus ojos son como escarapelas.  
―Quisiera que no se notara. Que la gente pudiera irse sin darse cuenta de que estuvo en una consulta.
―Los pacientes no tenemos la culpa de darnos cuenta―suelto, con algo de rencor, un rencor que no va dirigido a él, pero que ahí está de todos modos.
―Cuando te fuiste me di cuenta que yo también necesito terapia, Noné―dice.
Entonces hay un silencio. Un silencio tremendo que ninguna cosa rompe, porque a esa hora todos duermen y porque esto es un pueblo. Así que el doctor C se dio cuenta gracias a mí que él necesitaba terapia. O, mejor, se dio cuenta gracias a mi ausencia.
Pero cuando levanto mis ojos hacia los suyos, algo desconcertada, el doctor C pregunta algo que ya sabe y yo le sigo la corriente.
―Al final, ¿cuántos años es que cumplis?
―Treinta y cinco... ¿Y usted?
―Cuarenta y cinco.
―Ajá, sí, ya sé...
―Sí, yo también.
Abro la cajita con el perfume, un perfume exquisito que no recordaba haberle contado que me gustaba. Tengo un vacío en la panza. No quiero comentarle, porque no se puede. No. No se puede decirle al doctor C: odio que vengas ¿para qué venis? Luego necesitaré terapia y vos no vas a estar. Necesitaré terapia porque no estás.
El doctor C trata de meterse en mi pensamiento, pero no puede. Me agarra de las manos y me dice que cualquier cosa no dude en llamarlo. Que por favor lo llame, siempre. Yo le digo que claro, que por supuesto, y le suelto una sonrisa que trato de que sea espontánea... Pero lo espontáneo no se trata.
―Me esperan a las ocho. Me gustaría contarte cuando pase,a la vuelta.
Está diciendo que pasará a verme cuando esté de regreso a Córdoba, ya  que este pueblo le queda de pasada.  Yo solo puedo decirle por supuesto, doctor, y eso le digo.
―Por supuesto, C.
Él se alegra porque lo tuteo y yo sonrío porque sé que no significa nada. Pienso en el perfume y unos pijamas a lunares como los que él tenía la mañana que le caí a la casa. Unos pijamas celestes con lunares blancos.
Luego me besa en la frente y aspira mi cabello, dice que me cuide, por favor, y que tratará de dejar de tratar de una vez por todas. Que la próxima vez le va a salir mucho mejor.


domingo, 22 de mayo de 2016

pareidolia

ardor de melón en los labios
hay
sangre de manzana
goteando de la ducha

los domingos son esta cosa
sin nombre
este paréntesis
mezcla de lo que es
y lo que no es
aunque lo sea

yo quiero que tus ojos
sean pupilas de veras
y no camuflaje
en el lomo de un insecto

domingo, 8 de mayo de 2016

sos el aire que retorna
cuando mueren los vientos

sos mi amuleto mental

sos la curita que le pongo
al corazón
cuando se rompe

viernes, 1 de abril de 2016

Hay una puerta con lucecitas que da a un jardín interno. Hay unas sillas  que son de mimbre pintado. Ahí me siento, y él me dice que me quiere, que no importa qué, que me quiere aunque esté rota y más rota y peor rota, y que si me caigo me levanta y que si me derrumbo me arregla y no sé cuántas cosas que me resultan pretenciosas, moldeadas sobre algo que quedó suspendido, algo que nunca fue una camisa,  pero que su deseo almidona.
Me asombra escucharlo. Si acaso su atracción es porque le huyo, si acaso al darle atención se le pasara todo… entonces ese todo es la nada misma.
Yo estoy rota y él me quiere así, eso no deja de ser, con todo, lo más admirable del mundo. Pero de muy intacto que está no lo quiero. Tan intacto que parece que no hubiera vivido, que no tuviera vida. Tan celeste que me cuesta. Tan vacío que las voces que lo rondan le retumban y le salen por la boca. Dice que ama el olor a vainilla que hay en mí, de mis perfumes, dice que son de caramelo avainillado. Yo pienso que ama lo que hay de mí en la vainilla y que es muy fácil agradarle si cualquier cosa que diga será tomada por buena. Sus ojos se iluminan como estrellas al mirarme. Sus pestañas inocentes.
Me dice que no fue idea de las chicas, que se coló. Que no lo invitaron ni le dieron permiso. Sus manos mostrándome las palmas, sus ojos abiertos, fijos en mí. No es de esconderse, nunca fue de esconderse. Por un rato me quedo desarmada. Marcos. Su porte tan correcto. Su cabello tan lindo. Sus ojos azules. Su capricho conmigo.
Pone su dedo tímido en mi hombro,  desliza la yema hasta mi codo, hasta mi mano  y baja volando por uno de los dedos.
―Tu piel es suave.
Entonces me siento incómoda. Como si tuviera frío me abrazo los hombros y clavo los ojos en una maqueta que pende en la pared del fondo. Ya me estoy volviendo una cosa, siempre en su presencia: una cosa. Bonita, cosa. Soy como la cosa que se queda quieta por cansancio. Soy como el comodín en el que depositó aquello que quiere. La puerta cerrada, mi puerta cerrada, le permite imaginar cosas adentro.  Soy lo descosido en un cofre de diamante pulido. Y nada más. De pronto se levanta, como fastidiado. Me pregunto si tanto ha tomado en un rato. Busco mi copa y me acabo el contenido.
Ya empieza a dolerme la cintura y lo tiesa que estoy no beneficia. Se arrodilla a mis pies, me agarra de las manos. 
―No puedo ser un chocolate con menta―dice, como derrotado―. Quisiera ser como alguien que te guste a vos. Pero soy  más  como un robotito de mierda, no como te gustan a vos.
De un tirón me levanto. Miro hacia adentro. Como te gustan a vos.  Qué cosa va a decir después de eso.  ¿Un robotito de mierda? ¿Cómo diablos me gustan a mí? Los ojos de alguien a quien no puedo llamar se instalan en mi mente, el olor de su perfume, la voz pausada. Contra mi voluntad y conveniencia. La conveniencia, a ésa no suelo hacerle caso. La voluntad es una flecha desatinada. Una canción deletreada en el oído se me viene,  igual que la parálisis, me empieza a congelar desde la periferia. 
 Busco qué manotear como si hubiera algo que detener a toda costa. Y lo hay. Manoteo un  vaso que alguien dejó en el mostrador. La melodía que suena afuera no puede tapar la de adentro y mis labios forman un  nombre. 
Mi boca invoca un fantasma.

domingo, 14 de febrero de 2016

te llamas al silencio
como quien acumula agua
para venirse con todo

mira esta lluvia
por no dejarse caer
se estrella a pulmón
contra suelo

miércoles, 20 de enero de 2016

la noche está tan linda
que no quiero dormir
¿a vos te pasó?
¿te pasa?
no hay en el día estrellas
no hay rocío
no hay la tregua del calor
no hay el silencio
de cuando todos
-o casi todos-
duermen

un mensaje que llega
es algo excepcional
crea complicidad
con esa otra alma en ascuas
que no puede dormir

fundemos hoy el club de los insomnes felices
trasnochados en vano
dados vuelta

martes, 12 de enero de 2016

mis sueños rotos no están muertos
respiran por la herida
cortan  al que intenta acariciarlos
sé que el espejo en que me observo
refleja al que me mira
sé que tengo el síndrome
del perro con hambre
que ha sido envenenado
soy el monstruo que prefiere
el llanto franco a la sonrisa ajada
soy el monstruo que tenés atado
-más monstruo se vuelve 
tras las rejas-
no digas yo no
los trapitos existen porque no ven el sol
donde lavarse
y la hilacha se vuelve hilacha
cuando se esconde
tan pronto señala afuera la gente
lo que tiene adentro
que a veces
hacen saltar la risa



martes, 5 de enero de 2016

El reservorio

Lena temía bajar de la cama por las noches desde aquella vez que su pie había tenido la desgracia de dar con un alacrán. Encendía una linterna para no perturbar el susceptible sueño de su esposo con la luz del velador, e iba pisando dentro del radio de suelo iluminado. Al principio, el temor había sido llevadero, nada que la voluntad no dominara. Pero con el paso de las semanas el recelo se fue intensificando y acarreó pesadillas e insomnio alternadamente. El médico le prescribió bromazepam para el desvelo y sugirió flores de Bach para las pesadillas. Las cápsulas lograban su propósito, pero los extractos de flores no mitigaban los malos sueños.

Desde que el bicho la había picado, soñaba con hordas de ellos subiendo por los flancos del edredón, trepando por las patas de la cama, lanzándose desde la pared y del techo. A veces la pesadilla consistía en saberse dormida mientras uno se le introducía por la boca o por la nariz, bajaba por la garganta y le cosquilleaba en el esófago. Los bichos solían morderle las entrañas, internárseles en las orejas, empecinarse con sus ojos o brotarle del ano en una alacranragia sin precedentes. En todas las oportunidades despertaba sudada y a gritos bajo la mirada hastiada del marido.

—¿Qué soñabas?—preguntaba él, con tono de regaño.

—Que estaba paralizada y que los alacranes me espoleaban en el vientre.

—Vamos a aumentar las sesiones del psiquiatra.

Eso era todo. Después él retomaba el sueño y ella quedaba despierta por el resto de la noche, a veces lograba dormir a intervalos, pero despertaba con sobresaltos.

Se había comprado unas pantuflas de goma gruesa y un repelente de arácnidos que friccionaba sobre su piel continuamente. Aldo la observaba escrutar los rincones de la cocina, revisar con obsesión los recodos del jardín armada de un insecticida, llenar la vivienda de cidronela y carrillones contra el mal sueño.

No quedaba ni atisbo de cucaracha alguna en el domicilio ni en sus alrededores. Lena había leído que éstas constituían el alimento preferencial de su enemigo y se había encargado de exterminarlas. También había desmontado la piscina y había colocado redecillas en todas las bocas de alcantarilla, abrevaderos y desagües. En las entradas y ventanas permanecía inviolable una plancha adhesiva para escorpiones en la que de vez en cuando se atascaba un escarabajo.

Los niños le tendían trampas para asustara, ataban trapitos descoloridos al extremo de una tanza y se los pasaban por los pies o se los aventaban al rostro repentinamente. Lena gritaba y parecía siempre sorprenderse de la premeditación de esos ardides.

—Siempre pensando bien de la gente, vos...—mascullaba Aldo, con una exasperación digna del diván de un psicólogo.

Lena no le decía nada. Se sentía culpable de la situación, sabía que estaba paranoica y hacía todo lo posible por salir de tal estado. El psicólogo, un tipo divorciado, de mentón retocado y de pelo largo atado con gomín, la escuchaba hablar como quien oye llover. Ella soltaba la lengua de manera impulsiva y contaba todo de corrido, casi sin puntos ni comas. Cuando levantaba la cabeza lo descubría aburrido y tildado en un tic afirmativo.

—Siga con las indicaciones del psiquiatra, un bromazepan a la noche y un rohipnol antes de la siesta—indicaba el terapeuta, con el mismo ademán de la mano que suelen hacer los curas cuando prescriben padrenuestros—.  ¿Estás tomando el antidepresivo?

—Sí, doctor.

Salía apesadumbrada del cubículo cerrado que era la sala de consulta. Meterse ahí era semejante a volver al vientre materno, todo permanecía en una penumbra densa y en un silencio apenas interrumpido por el discurrir del paciente. Solo que no había ningún cambio, ningún renacimiento. Una pluma de paloma que cayera sobre sus piernas mientras esperaba el autobús sentada en la esquina, un papel que el viento remolineara fregándolo contra sus tobillos, una temeraria hormiga que se subiera a su mano, el roce ligero de una cartera, cualquier cosa, en suma, podía detonar un alarido.

Las manos se le mojaban del pánico y un sudor frío le recorría el cuerpo cuando alguien hacía mención del incidente con el alacrán. La jefa, en la oficina, la miraba raro y escudriñaba todos sus movimientos. Cuando se levantaba rumbo al tocador, aparecía casualmente por el escritorio, hojeaba los papeles, supervisaba los registros manuales y la computadora.

Lena había recaído en la iglesia, después de unos cuantos años de ausencia se persignó con el agua bendita de la cuenca de mármol de la entrada. El cura que la confesó era viejo y estaba un poco sordo, así que ella tuvo que elevar la voz, para complacencia del público que conformaba la cola. La gente abría los ojos grandes y se reía al principio conforme evolucionaba la confidencia, después comenzó a cambiar de pie, impaciente. El sacerdote casi la obligó a retirarse, le ordenó un par de rezos diarios y, antes de despedirla coercitivamente, le dedicó un artero y lacónico sermón acerca de los deberes cristianos.

La fobia fue empeorando gradualmente, como todas las cosas, muy pocos asuntos caen de golpe, aunque se quiera creer lo contrario. Lena empezó a distorsionar las imágenes. Encima de las llaves del auto que manoteaba distraídamente, arriba de los cojines del comedor, dentro del libro que abría por la noche, en el interior de los calzados y hasta adentro de la heladera pululaban bichos rojos y traslúcidos de cola erguida y amenazadora púa. El peor lugar era el sanitario. Epicentro por antonomasia, el retrete. Afloraban de allí con la frecuencia de un latido y con la afluencia del agua. Por eso pasaba penosas horas con la vejiga hinchada, estirada al máximo de su capacidad contenedora. Llegaban a escapársele chorritos de pis. Ya había aprendido a orinar de parada, sobre los geranios de la esquina del patio o apenas agachada sobre un balde que luego desaguara quién sabe dónde.

El culmen sobrevino un fin de semana cuando estaba en la habitación matrimonial. Tomó los anteojos de la cómoda y, al querer ponérselos, sintió un pellizco en el puente de la nariz. Gimió y la voz se le ahogó en una mudez repentina, el corazón se le estrujó y le faltó el aire. Se sentía sudada y muerta de frío cuando se atrevió a mirar al piso, venciendo la rigidez inicial. Dos alacranes caminaban paralelos por la alfombra del cuarto, se dirigían a la puerta y podían meterse donde quisieran. Quiso llamar, pero un ronquido asmático, seguido por un silbido, fue todo lo que le emergió del pecho.

Al ingresar Aldo al dormitorio la encontró estática señalando los lentes, despatarrados sobre la alfombra y con un vidrio quebrado.

—¡Matalos, matalos!—chilló, recuperada del mutismo.

—¿A los lentes querés que mate, tremenda loca?

Entonces Lena entornó los ojos, hizo fuerza con los músculos de la cara, como si estos intervinieran en la captación de las imágenes, y pudo advertir que en realidad los animales no se movían, que estaban quietos y que uno de ellos tenía un cristal roto.

Aldo levantó los letales especímenes del suelo y trató de ponérselos a la aterrorizada mujer, pero ésta los empujó lejos de sí. El vidrio rajado se desprendió del marco y el otro se partió por el medio. Él rezongó por el precio, como si tuviera que pagarlo, y agarró a su esposa del brazo.

—No te está haciendo efecto la terapia, me parece...

—No...

—Necesitás choque eléctrico.

Lena lo miró como si le fuera totalmente desconocido, la tenaza de él apretó la húmeda mano de ella, que se alejó disimuladamente en busca de un espejo que la proveyera de evidencia contraria a la que le ofrecían sus poco confiables ojos. Pero no son los espejos, ni las fotografías, ni las cámaras, ni los retratos, los que pergeñan las imágenes, sino el oscuro proceso de la retina, miles de células y neuronas recreando sinérgicamente la información que viajará hasta el cerebro abordo de cientos de filamentos nerviosos.

—Qué te pasa—recriminó él, por qué te alejás.

Lena miró el suelo y lo vio rojo de alacranes. Se subió a la cama, completamente desquiciada, dando gritos de horror. Los animales caminaban dificultosamente unos sobres otros, constituían una marea creciente que pugnaba por desbordarse e infestar todos los ángulos de la casa. Aldo había fruncido el entrecejo y no dejaba de maldecirla.

Los niños oyeron los alaridos y aparecieron, curiosos.

—¡Váyanse, váyanse!—gritó ella, queriendo

protegerlos.

Pero él los retuvo.

—¡Miren a su madre, loca como una cabra!

Los hijos salieron corriendo ni bien zafaron de las tenazas del alacrán más grande, y se metieron a su cuarto y se pusieron a pensar.

—Choque eléctrico, choque eléctrico—repetía absurdamente el líder de la cuadrilla, mientras levantaba por encima de su cabeza una cola de mantícora que, de a poquito, desenvolvía su aguijón, reluciente y filoso.

Lena inició una serie de gritos desesperados, de esos que se oyen desde las casas vecinas. Los niños se revolvieron nerviosos en sus butacas de computadora y, después de la secuencia de aullidos desgarradores, incursionaron en la habitación marital, asustados.

—¡Andate, papá!—intervino el mayor, encarando a su progenitor con una asertividad de adulto.

Aldo los apartó con el brazo mientras el rostro se le enrojecía de bronca. Cada vez que no podía descargarse, una especie de escarlatina le teñía la cara, una corriente eléctrica que no había conseguido cable a tierra le rebotaba dentro sí, refractariamente. Sus hijos esperaban pacientes. La actitud que esgrimían prometía la escolta gratuita hasta la puerta.

Presa de unas palpitaciones hoscas, desiguales, aplastó los lentes que estaban en el suelo como si fueran una colilla de cigarrillo. Su mujer yacía arrojada en la cama, en estado de shock, previendo el desencadenamiento de esa lividez cada vez más cargada.

—Necesitás choque eléctrico—repitió él, con un rictus de repulsión, mientras una descarga le bajaba recta por la espalda, desde el cuello hacia el coxis, y se bifurcaba en las piernas, estremeciéndolo.

Lena se protegió con las manos, incoherente, pues las picaduras son letales en cualquier parte del cuerpo. Pero la mantícora comenzó a bajar la cola, cada vez más baja, cada vez más baja, hasta ponerla a ras del suelo. Asombrada, lo vislumbró dar media vuelta. El séquito de alacranes lo rodeó en círculo apiñándose a su alrededor en un santiamén y formando una montaña que lo cubrió hasta la cintura, como a un dios.

Cuando los niños cerraron la puerta cancel de la casa, Lena bajó a pies descalzos de la cama y caminó restablecida por el corredor. Las cosas volvían a ajustarse a su definición de objetos inanimados e inocuos y a su imposibilidad de moverse por sí mismas. No veía ni un solo alacrán, él se los había llevado a todos. Echó dos vueltas a la cerradura. Ahora sí, estaba segura, había encontrado el reservorio.