La discoteca es pequeña, pero está llena. Apenas entro, siento
que me miran. Hay un grupo de adolescentes acodados en la barra que no dejan de
hacer comentarios y de señalar hacia donde estoy. Franco me ha pedido que
venga, que persuada a la hermana de volver a casa porque el padre está furioso.
Dijo que, de no haber tanta gente, la arrastraría de un brazo, pero que si le
hago el favor me estará eternamente agradecido. Me deben mirar así porque
desentono en edad, y además, no voy vestida para la ocasión. Quizás hasta me ven medio
párvula.
Franco me acompaña hasta quedarse a una distancia
prudencial. Me la señala. Es una chica de aspecto frágil, menudita, rubia, se
parece a mí cuando tenía esa edad. Está apoyada en la pared, no está tan
borracha como me adelantó. En realidad
no parece ni mínimamente alcoholizada. Al verme pone cara de fastidio. La
amiga resopla, el chico que está a su
lado se escurre por entre los que bailan.
—Qué te dijo ese idiota—me grazna. Se nota que ha sido
alcahueteada y siente deseos de vengarse, parece una niña traicionada. Está
celosa de mí—. ¿Sabés por qué estás acá?
—Tu hermano me pidió ayuda para regresarte a la casa—explico
cerca de su oído, la música está fuerte.
La chica suelta una carcajada. Me aclara que tiene
diecisiete años, que no tiene catorce, y que no está borracha. Que jamás ha
pedido permiso a su padre para salir y que para Franco hay pubs más adecuados a
su edad, que no tiene que traer a sus novias acá. Con un cigarrillo en la mano,
me aclara:
—Mi hermano es un fanfarrón, no puede cogerse a las minas
con discreción. Las trae acá antes de llevárselas al telo, para alardear.
—No pensaba ir a un hotel, nena—le digo, sorprendida—. Nunca
he ido a un hotel con nadie, excepto en algún viaje... Y no soy la novia...
Debo sonar mojigata. La chica se encoge de hombros y se ríe.
Toma lo que queda en un vaso larguísimo, arroja el cigarrillo y me espeta:
—Da igual, los que te vieron entrar con él no te van a
seguir para ver si entrás o no al telo. Ya te vieron con él, sufi...—sonríe, me
cierra un ojo, me coloca el vaso plástico vacío en las manos y se desaparece
por el mismo sitio en donde se perdió su compañero un minuto antes.
Me quiere llevar a un telo... pienso. ¿O quiere alardear de
llevarme a un telo? Vaya. La mano de un adolescente agarrándome del brazo me
espabila. ¿Bailas? dice.
—No, no—el chico me jala a la pista y se pone a bailarme
alrededor.
Miro hacia la barra. Al grupo original se sumaron dos o tres
tipos más grandes. No bajan de cuarenta. Franco toma de un vaso con contenido
rojo y se ríe. Me observan cada tanto. Como no dejo de mirarlos pronto los
tengo a todos contemplándome con una sonrisa ladeada. El chico me agarra de las
manos y me hace dar una vuelta, y otra. Después me dice que lo mande al carajo,
que es un boludo.
—Hacele fuckyou, ¡dale!—empieza—. Parecés una teacher. Tomá
tomate esto.
Es un líquido azul y dulce. Tomo un poco. Me complace la candidez del
flaquito. Debe tener unos diecisiete. Siento asco en la boca. La música me va a
marear. O es un preludio del pánico.
—Con las dos manos—dice haciéndoles fuck you a los de la
barra—. Así, mirá.
Le devuelvo el vaso. La pista está llena de chicos. Me quedo
parada mirando fijo a los de la barra. Intento entender el peterpanismo que se
despliega ante mis ojos. Levanto los dos
fuckyous a la altura de los hombros.
—Nene, cuidate.
—¡No te vayas! ¡Sos bonita!
Empujo chicos, voy al fondo, tiene que haber otra puerta
para largarme. El barman me la indica, pero preciso cruzar otra vez la pista y
exponerme. Hasta la música parece burlona.
Te pintaron pajaritos
de colores, te juraron falso amor y lo creíste, sus promesas se quedaron en el
aire, estás sintiendo lo que algún día me hiciste
Los veo matarse de risa. Justo en la entrada me la topo a la
hermana. Llora en el hombro de una amiga. Franco me alcanza corriendo cuando
estoy por cruzar la calle. No sé de dónde saco fuerza para tirarlo de la forma
en que lo hago. Cae de culo a mitad de la calle. Ha tomado mucho, debe ser por
eso. O la bronca mía hace acopio de energías de emergencia. O el preludio de
pánico. No sé. Con el diablo en el cuerpo, como dijo Radiguet, ese inmenso escritor
de diecisiete años.
Y pasa un taxi,
porque la consciencia global a veces se acomoda a mis deseos. Desde el taxi me
volteo y le hago otro fuckyou resentido como me aconsejó el nene del boliche,
con las dos manos.
—Debiste estar muy aburrida para haberle hecho caso a ése—dice
el taxista sonriendo por el retrovisor. Ya me llevó un par de veces antes.
Pero no tengo ganas de enterarme de nada. Le doy la
dirección y miro para otro lado. El pánico
se quedó en prolegómenos. Que no se me note ya es bastante.
El conductor está un poco jocoso y quiere distraerme, me
pregunta cómo tiene que ser un hombre para que me guste.
Yo resoplo. Lo que me faltaba. Le contesto que tiene que ser
alto, morocho, taurino, orgulloso,
terco, tremendamente distraído, desmemoriado, sensible, inocente, con una labradora con problemas de
páncreas, y que tiene que decir ponele, ponele cada dos o tres frases. Incapaz de hacer estas huevadas.
—¿Entendiste?
—Sí, sí—responde, con un gesto categórico de la mano—. Ya
entendí.
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