La voz de F. diciéndome estás equivocada suena como una estampida de elefantes. La
tomada de pelo es tan impune. Podría reírme de mí misma ahora, pero ya se me
adelantaron. No sé qué instinto replegado por la paciencia me mantiene con el
cuerpo quieto y las orejas abiertas. Debe ser que me enteré que tengo el reflejo de huida exacerbado,
y trato de controlarlo. Huevadas. ¿Quién puede anular a un tigre que se esconde
en las manchas de un rinoceronte que nace en las sombras de la luz trasera, esa
luz que está en la espalda y que nunca se puede mirar de frente, por mucho que
se gire y gire y gire...?
Lo peor es que no puedo controlar
la taquicardia. Empieza con un dolor de panza parecido al de los minutos
previos a un examen. Las manos resuman frío. Comienzo a aterirme, a querer
evadir lo que lo causa. Ahora es la voz de F. ofreciendo otra vez la mano para
saltar el océano, ese océano que se lo traga a él y a su mano siempre.
La cosa es que el manual propone
como terapia cognoscitiva el reírse de uno mismo. Así que, mientras se excusa,
me río de mí escuchándolo. Entonces se queda callado, luego me reclama que me
burle. Y cuando dice que me burlo, que justo yo me burlo, estallo en una
risotada socrática de esas que no se manejan porque revientan desde afuera,
como si una estuviera contemplando la escena desde una platea.
—¿Vos crees que esto es
gracioso?—dice, empleando su mejor tono de fingidor patológico.
Si me río de mí misma le arruino
el festín, a que sí. Me doy palmadas en las rodillas, sugestiono la risa con
algún chiste viejo que me llega a la
cabeza, me agarro la panza. Le poso una mano en el hombro, me río más. Sacudo
la cabeza, le palmeo la espalda.
—Bueno, no sé qué tomaste, pero
debe ser buena la merca, eh—anuncia, con algo de frustración, todavía
esperanzado en su labor reduccionista.
Pero mi seriedad se esfumó. Soy como una calesita
sin manijas, que gira en un sentido y en otro según me dé el viento. La panza
me ha dejado de doler y las manos no están mojadas. Reírse de uno mismo sirve.
Lástima que los que tienen remordimientos se sientan aludidos.
—¿Vos sabés quiénes eran los
jíbaros?—le pregunto, para verle esa cara de perplejidad que pone cierta gente
cuando siente que la aventajan o que le
quieren hacer pisar el palito que ella misma largó al suelo.
—Qué tienen que ver esos
animales—replica—. Yo te digo que anoche...
Ahora que agarré el envión no paro,
estoy tentada. Para ser el hazmerreir me estoy riendo muy bien. Es como si el
fuego se quemara. Imagínense qué fiasco para el asador. Las carcajadas se comen
el bullicio de sus palabras. No he escuchado ningún disparate, me escucho a mí
misma, desde la más clara mayéutica. Disparate, eso, disparar, es lo que
intento contener, el dispararme, el salir como una bala, o reventar como una
bomba. ¿Por qué será tan difícil abrir los cerrojos de a uno?
—Mirá, anoche...
—Gracias por las risas—digo,
repuesta—. ¿Anoche? No volverá a ocurrir. ¡No te preocupes!
Y me voy despacito, sin salir disparada.
Amarrado el instinto exacerbado del escape, me queda este caminar de asesino de
pelis de terror. Aunque, en definitiva, soy del rebaño también. Negra, oveja
negra, de las que chillan y alertan el ganado.
2 comentarios:
Mira, acabo de leer todos tus relatos hasta que he llegado a la altura del último poema que publicaste. Me han gustado mucho. Tienen un clima, una gracia, son entretenidos. En resumen están muy bien. Y el hecho de que estén escritos en primera persona los hace tan reales...Es un acierto. Están muy bien.
Gracias, Franziska. Me alegra, sobre todo, que no aburran, así que si están entretenidos, pues quiere decir que no voy tan descaminada!! Un abrazo y, desde ya, se agradece la lectura y el comentario, siempre son muy animadores para seguir escribiendo.
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