martes, 31 de enero de 2012

Pesadilla

A qué o a quiénes íbamos venciendo yo no sé. Era como en los videojuegos, nos quitábamos monstruos de encima para poder avanzar. Caminábamos todos juntos, en un grupo. Yo iba casi al último y ni veía las tropas amenazantes que los que estaban a la vanguardia vencían, apenas si sentía el desnivel del suelo cuando le pasábamos por arriba, una especie de lomos de burros diseminados por doquier. Eran obstáculos caídos. O nosotros, o ellos. A la cabeza iba Saramago, y entre nosotros estaba Marx. Éste último no paraba de hablar ni por un segundo, y cada vez que alguien le llevaba la contra decía: ¡Yo soy Marx! ¡Soy Marx! ¡Carl Marx! Nadie lo había invitado, se había unido por iniciativa propia, puesto que estas legiones se habían agrupado en categorías literarias y en esos términos se regían para las batallas.

En una curva del camino la romería frenó de golpe y varios nos caímos al suelo. Se escuchó un alto el fuego por parte de ambos líderes, pero los grupos empuñaban enérgicamente sus armas contra el enemigo. El cabecilla del contrario era San Agustín, lo supe porque él mismo se presentó y porque su voz era tremendamente estentórea. Tenía un báculo en la mano y lo blandía como si con eso pudiera convencer de sus preceptos. Los seguidores no le hacían caso, venían y nos atacaban, fanáticos. Lo único en que se parecían los dos jefes era en que trataban de contener la violencia de su séquito. San Agustín se había parado sobre un pilastro y gritaba a voz en cuello: ¡Todos son necesarios para el mundo, no ataquen, es el orden natural, el orden del Señor! Pero Agustín siempre se pisa un poco: ¡Sólo la existencia de infieles engrandece la de los fieles!

Entonces, Saramago, que hasta el momento se había mantenido muy conciliador, comentó: ¿El orden natural de las cosas? Y después los fundamentalistas son los otros...
Carl Marx mascullaba algo allá en el fondo, pero ya nadie lo escuchaba de tanto que había hablado. La multitud de este lado estaba impaciente, escudriñando las fuerzas de la adversaria, esperando nerviosa una orden de ataque, un permiso de lucha.

El santo, sin la menor noción de quién era el que lo enfrentaba, siguió con su perorata del orden divino y con su alegato de paz que, sin embargo, contemplaba muy poco la tolerancia. Vamos a discutir este asunto, señaló, con diplomacia. En realidad utilizó un término más vetusto que ese, dijo areté en un cocoliche inexplicable, anacrónico y desconcertante. Si no fuera porque llevábamos a Francisco de Asís el consenso hubiera sido imposible. Así, la negociación dio como resultado un armisticio: ustedes pasan por la izquierda y nosotros por la derecha, sin agresión. Había un monolito justo en la curvatura del camino, ellos pasaron, recelosos, por la derecha, y nosotros doblamos a toda prisa por la izquierda. La rotonda por unos segundos se asemejó a un tornado en potencia, dos vientos de temperaturas extremas bailando una peligrosa ronda italiana.

No habíamos vencido esta vez, sólo habíamos esquivado, y muchos estaban frustrados por esa cuestión. Dos corrientes con igual fuerza y séquito se extinguen entre sí, opinó un científico del grupo que hasta el momento se había limitado a escuchar, única razón por la cual no le saltaron encima. Es que en realidad no eran dos corrientes iguales ni en fuerzas ni en séquito. Él no tuvo la culpa de haber engendrado lo que engendró, dijo otro. Igual le pasó a Einstein, aportó uno más, pero ya todos se quedaron con una inquietud en el cuerpo, como si les hubieran restringido el ejercicio diario al que estuvieran habituados y ahora el sedentarismo viniera a tirarlos de las patas.

De pronto se oyó un alarido que parecía del paladín de un malón, un tropel como de caballos criollos, unos aullidos violentísimos y toda nuestra cuadrilla se inclinó para adelante, haciendo pogo como en los recitales de rock, y después los bultos bajo los pies, el camino franqueado. No había sangre en esas embestidas, se trataba más bien de derrotas del alma, de la mente o del discurso que, de alguna manera, se ejecutaban con el cuerpo.

La intención final era ganar adeptos, tomar rehenes, engrosar la propia comitiva. Yo tenía cierto temor cuando aparecía un nuevo contrincante, me ponía de puntillas y trataba de definir de quién se trataba, pero la mayor parte de las veces estaba demasiado lejos o no lo conocía. Ni hablar de cuando empleaban lenguas extrañas.

Nos habían obligado a agruparnos, nos habían forzado a elegir dirigentes; de cierta manera, todos estábamos allí por elección y por coerción.
El sonido de la caballería que perseguía al último grupo derrotado se hizo sentir enseguida. El jefe llevaba un rostro caricaturizado, venía montado en un tobiano y estaba como paranoico, gritaba: ¡Bárbaros, las ideas no se matan! mientras azuzaba al ejército con una espada cubierta de sangre. Barata, eso sí.
Diezmamos a esos también. Se salvaron los que escaparon y los que, no pudiendo con nosotros, se nos unieron. Esa era la debilidad de nuestro ejército, llevar a los contrarios en sus propias entrañas, a los peores de ellos, si tenemos en cuenta la cualidad acomodaticia de los mismos. Cómo evitar así batallas intestinas. Cómo impedir luchas que sólo arrojarían triunfos pírricos.

En otra curva, y esta sí terrible, con precipicio a los costados, un grupo reducido y apiñado se detuvo desafiante. Oí que se daba la orden, que nadie se corría y de pronto comprendí el dilema en el que estaba. Salí corriendo hacia delante, abriéndome paso en el engrosado muro de personas. Era Santo Tomás de Aquino. Pero en realidad a mí él no me importaba tanto como la Flannery O’Connor, que se le prendía del brazo. ¡No disparen! chillé ¡Son de los nuestros!

Una risa incontenible, burlesca y unánime dispersó por unos segundos el clima combativo, ardid que se rearmó sin embargo en un soplo y con mayor virulencia. Hacía rato que la cosa había dejado de ser... literaria... Que no había caso, el precipicio estaba muy hondo. Nosotros teníamos a Francisco de Asís pero ellos contaban con Tomás de Aquino y con uno que sacudía una mano invisible, y yo quería reconciliar los bandos para no perder a ninguno. Imposible. La gente se pasaba de un grupo a otro, traicionera o reaccionaria. Me había agarrado cada multitud de un brazo, porque yo era una pieza cualquiera, politizada, y tiraban hacia sí como para desmembrarme. Los utópicos cruzaban violentísimos la línea de separación y se estrellaban sin armas, a pulmón.

¡Ni lo uno, ni lo otro! grité para defenderme, suponiendo que por ahí venía la mano: ¡Soy agnóstica! Pero no surtió efecto, ¿qué más podía ser? Las muchedumbres que de ambos lados pedían mi descuartizamiento se enfrentaban como en una cancha de fútbol. Alguien dijo con tono de sorna que la mía era una postura tibia y que merecía el aniquilamiento. Eso fue lo último que escuché.

Por suerte, tuve mucha suerte, no vi la cara del juez que ordenaba mi deceso. Justo alguien dejó caer en la cocina una taza de café.

5 comentarios:

Marisa dijo...

Aplausos, Noelia. En mi opinión, esto no es una simple pesadilla es toda una magnífica epopeya de las ideologías, con un sólido bagaje lector y unas afiladas lanzas, acertadas y corrosivas. La violencia para imponer repertorios ideológicos solo conduce a lo que ha conducido: a la destrucción.

Magnífico. Un retorno por la puerta grande.
Un fuerte abrazo.

Franziska dijo...

¡Vaya pesadilla! Tienes, además, sueños muy intelectuales. Bueno, nos hemos intrigado durante un largo rato y nos hemos divertido. Menos mal que todo acabó bien, como era de desear.

Buena imaginación y además estaban allí todos los importantes. Un abrazo. Franziska

Palabras como nubes dijo...

Jodidamente alegórica esta pesadilla, GENIAL GENIAL!! Pasajes que brillan con luz propia, diálogos para no perdérselos, buena estructura, personajes perfectamente elegidos; en fin, no defraudan tus letras, Noe, me gustó muchísimo, che, no extraigo aquí las perlas porque son muchas.

Abrazo y felicitaciones :)))

J&R

José A. García dijo...

Maldita taza de café, maldita.

Nada como contemplar la propia muerte antes de despertar...

Saludos

J.

Anónimo dijo...

Me gusta el personaje de Marx, representa al idealista desenfrenado al que su discurso lo aparta de "los demás".
Sueles perder un poco el hilo de la historia. Hay cambios que interrumpen repentinamente ese interesante ritmo que has creado.

Luis Felipe.