Rorschach
No debí decir que el sentido de
los domingos depende de quién los viva, de cómo los interprete y sienta, que
las estadísticas de suicidio seguramente están manipuladas. Sé que no es del
todo así, sé que los suicidas se deciden por contraste, los asfixia ese día porque
se supone de solaz y de familia. Saca del cajón del escritorio unas láminas
manchadas y las baraja como naipes. Me muestra la primera.
—¿Qué ves?
Veo una cadera con perfecta simetría pélvica. Trocantes
pronunciados, sacro terminado en cola de iguana.
—No estoy segura—digo, entornando la vista, tratando de
darle forma a los garabatos que ensucian la imagen.
Extrae otra y me la acerca todavía un poco más. Esa pelvis
está rota en varios sitios, simétrica también, absurdamente rasgada de idéntica
manera en ambos acetábulos. Exhibe una cresta ilíaca un poco gótica. Parece la
radiografía de un alien.
—¿Y?
—Una carretilla con flores—miento.
Su carcajada explota como una metralleta. Va por la tercera,
y ahí descubro un intruso encorvado de costado dentro de la pelvis, el anillo
pélvico se halla dilatado y hasta difuminado por una grave osteoporosis, el
esqueleto del feto es una mancha blanca parecida a un renacuajo.
—¿Qué ves?
—Un lago con barcos y canoas, con el fantasma Gasparín en el
medio.
Baja la cabeza y me mira desde esa pose de incredulidad
triunfante. Está por replicar que lo tomo de idiota. “Venga, mija, no estudié
al pedo, y veo mentirosos a diario”. Lo está pensando. Se casa los lentes y
agarra otra cartulina. En ésa hay una superposición de caderas, una detrás y
otra adelante, como flores chocándose las caras. Me sonrío.
—Dos carretillas con flores—asevero—, los jardineros colisionaron de frente, pero se
llevan bien.
Toma la cuarta, la despliega con lentitud. La imagen me hace
recular. La piel de los brazos se me eriza. A esa pelvis la agarraron a mazazos
y la terminaron de destrozar con algún serrucho o cosa dentada. Tiene un palo
terminado en cuña clavado en el medio como si se tratase de una víctima de
empalamiento.
—Es... una carretilla hecha pedazos. Posiblemente abollada a
golpes y cortada con cierra eléctrica. La clavaron al suelo.
—Muy bien—asiente, satisfecho, va a demostrarme algo, ese
gesto que enarbola es de éxito rotundo.
No hace frío pero me he quedado espeluznada, y el vientito
que entrechoca las hojas de la ventana me produce incomodidad. Regresa las
imágenes al cajón y se sienta sobre el escritorio.
—No sé lo que hayas visto. Todos ven algo
diferente—explica—. Pero a todos los inquieta la misma lámina, a algunos más, a
algunos menos.
—Ajá.
—¿Ahora entendés lo que quiero averiguar de los domingos?
1 comentario:
Por eso mismo no me hago ese tipo de test que, en realidad, no tienen mucho sentido de ser, si vamos al caso. ¿Por qué queremos saber lo que hay en el interior de la mente de los demás si todavía no sabemos qué hay en la propia?
Saludos
J.
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