sábado, 16 de febrero de 2013

Fernet con piña


Fue otro domingo penoso. Rebeca se emborracha y el dolor le aflora. Habíamos comprado tres botellas de Gancia porque a Beatriz la cerveza no le gusta y el Fernet le cae pesado. A mí me daba igual. Nos distrajimos con el mate mientras hacíamos el asado y cuando llegamos al comedor el llanto ya la había tirado al suelo.
Beatriz la levantó, con cuidado, porque Rebeca abofetea cuando está en curda y le da por clavar las uñas.
—Tenemos un problema—dijo Loli.
Yo no pensaba que fuera para tanto, creí que con ponerla a dormir y darle café a la mañana no pasaría a mayores.
—No toma nunca tanto—siguió Loli.
El asado se nos quemó tratando de reanimarla. Fred acudió al llamado de Bea y yo me puse a hacer zapping con el control remoto. Quise fumar y mordí el cigarrillo, lo rompí. Rebe siempre señala que soy torpe, que a la energía la concentro en un punto, sin distribuirla. Torpe de las manos, torpe de la boca, torpe de los pies.
—Estás enojada—empezó Loli, conmigo.
—No.
—Sí, estás enojada.
—Te digo que no.
Me iba a tocar reemplazar a Rebeca. Ya lo sabía. Trataba de distraer la rabia que me venía de pensar que lo había hecho adrede. Era capaz. La avergonzaba que la vieran moreteada. Fred se había quedado inútil en la puerta de la habitación como si no fuera el marido. Beatriz apretaba las manos contra el caño negro de una silla.
—Qué le hiciste—demoró en decir—, animalito.
Fred miró para otro lado y se encendió un cigarrillo. Consultó la hora en el celular y me cambió de canal el televisor. Es un exasperante vicio que tiene, una manía de dominio que no controla.
—Qué le hiciste—apoyé, parándome, enervada.
Fuimos acercándonos ambas, acorralándolo. Loli miraba con los ojos enormes, las manos detrás del cuerpo, apoyada en la pared.
—Vos—me apuntó con el control remoto él—quedate tranquila.
—Vos quedate tranquilo, Fred—le tironeó Beatriz del pulóver—. Tranquilo o andate.
—Dejá de mirarme así—me volvió a apuntar.
Bajé la vista para no reaccionar, la policía es muy lenta los domingos para acudir a una denuncia por violencia doméstica. O será que no tuve ganas de experimentar un moretón de los de Rebe.
Fred hizo esa mueca de yonqui crónico, un rápido rictus que frunce y tuerce la nariz hacia un costado llevando parte de la boca como si estuvieran unidas por un hilo. Me volvió a mirar. No te tengo miedo, hijo de puta, pensé. Y no soy inexpresiva. No te tengo miedo, forro de cuarta, volví a pensar.
—Dejá de mirarme así—repitió.
Su dedo me acertó el entrecejo y se asentó justo en medio de mis ojos. Nadie se había metido nunca con mi cara de esa forma. Le saqué la mano de un chirlo y lo miré sin importar qué. A ver si alguien por fin le ponía aunque fuera una denuncia, a ver si era capaz de golpear a quien no le teme.
—Dale, maricón.
—¡Gringa!
Beatriz se interpuso y se armó un forcejeo que nos tiró a ambas al suelo. En la trifulca Fred me levantó de los brazos y me zamarreó. Me reí, y me agarró de los hombros, con lo que me zamarreó más fuerte.
—Marcame, imbécil.
—¡Basta!
Loli fue hasta el teléfono medio llorando. Oí que lo llamaba a Marcos completamente alarmada, exagerando las circunstancias.
—Fred, vos la vas a soltar y te vas a salir por esa puerta como entraste ¿me oíste?—le gruñía Bea mordisqueándose el labio de arriba con los dientes de abajo.
Fred tenía los ojos clavados en los míos, abiertos y fijos, vidriosos, la mandíbula apretada. Le estorbaba la gente. Era capaz de desfigurarme si no hubiera gente. Era capaz de matarme si le constara que nadie me reclamaría. Y no era nada personal. Eso es lo peor.
—Lali—me decía despacito Loli con un tono de ruego que haría pensar que yo gobernaba la situación—. Lali...
Tendría que golpearme mirándome directo a la cara. A ver, musité, dale. Era eso lo que lo sacaba de contexto. Se bajan instintivamente los ojos ante la amenaza, a eso estaba muy bien habituado.
Rebe seguía gimiendo sin consciencia de lo que sucedía en el living, lo hacía como una criatura cuando la restringen de algo merecido y la castigan sin fundamentos. Nunca la entendí, tan buena consejera ella, y tan pelotuda.
Marcos irrumpió y al vernos se nos vino enfurecido. Lo empujó contra una pared, lo agarró del cuello con una mano. Fred ahora parecía confundido y Rebe, que salía de la habitación, seguro para buscar otro vaso, comenzó a gritar que no le hiciera nada, por favor. Yo temí cuando vi cómo lo apretaba.
—Solo a ustedes se les ocurre llamar hombres para solucionar cosas—chilló Rebeca, acompañando el tono de maestra con el gesto de la mano, la mano entablillada que le rompió Fred.
Loli tenía el tubo del teléfono otra vez levantado. Amenazaba con llamar a la policía, pero no había forma, Marcos no lo soltaba ni así. Bea le hablaba, Marcos la miraba sin aflojar, lo puteaba y si lo soltaba un poquito era para estrellarlo más fuerte contra la pared. Su mano como una abrazadera se cerraba sobre la glotis del otro, lo despegada del piso. La delgadez de Fred se pronunciaba ante la fuerza y el enfado del otro, en puntas de pie y con los dedos trataba de eludir la asfixia.
—Marcos—siguió Bea—ya está, aflojá, lo vas a matar.
—No se pierde nada con este hijo de puta—graznó Marcos.
Las tentativas de calmarlo lo enardecían como a un perro cuando tiene a otro por el cuello. Estaba rojo. Era un hermano enfurecido. Un hermano mayor, iracundo. Rebasado.
—¡No vale la pena!
Rebeca se colgaba del brazo derecho del hermano. Le lloraba. Loli había empezado otra vez, conmigo.
—Lali, decile. Decile vos, Lali.
Estaba bien difícil. Yo, en el fondo, quería que lo matara. No era sadismo ni venganza, sino franco deseo de no verlo más, de saberlo inocuo, exterminado, camino llano para Rebe. Cabeza tomada, la de Rebe.
—¡Lali, decile!
Mi silencio lo estaba justificando, yo sabía. Lo alentaba por omisión.
Qué ibamos a hacer ¿meterlo en guiso como en la película? Saltaría Rebe en su defensa, acusaría al propio hermano, a mí, a todas. Los perros maltratados defienden a sus verdugos. La consciencia nos ardería.
Me acerqué por atrás, un poco desesperada al despabilarme de pronto, al tomar dimensión de las cosas. En el oído se lo dije, despacio para que me escuche.
—No te quiero preso—lo abracé y tiré levemente hacia atrás—. No vayas preso. No vayas preso.
Fred cayó al suelo como un plomo de pesca cuando el pescador lo arroja decepcionado, y Rebeca se le fue encima, desconsolada.
—Algún día te va a matar—vociferó Marcos, señalándola. Lloraba de bronca, con un puño apretado—. ¡Te va a matar!
Ante el pasmo reinante la pareja salió de la casa, enclenque. Ella era la que peor estaba y, sin embargo, lo sostenía.  

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