martes, 5 de enero de 2016

El reservorio

Lena temía bajar de la cama por las noches desde aquella vez que su pie había tenido la desgracia de dar con un alacrán. Encendía una linterna para no perturbar el susceptible sueño de su esposo con la luz del velador, e iba pisando dentro del radio de suelo iluminado. Al principio, el temor había sido llevadero, nada que la voluntad no dominara. Pero con el paso de las semanas el recelo se fue intensificando y acarreó pesadillas e insomnio alternadamente. El médico le prescribió bromazepam para el desvelo y sugirió flores de Bach para las pesadillas. Las cápsulas lograban su propósito, pero los extractos de flores no mitigaban los malos sueños.

Desde que el bicho la había picado, soñaba con hordas de ellos subiendo por los flancos del edredón, trepando por las patas de la cama, lanzándose desde la pared y del techo. A veces la pesadilla consistía en saberse dormida mientras uno se le introducía por la boca o por la nariz, bajaba por la garganta y le cosquilleaba en el esófago. Los bichos solían morderle las entrañas, internárseles en las orejas, empecinarse con sus ojos o brotarle del ano en una alacranragia sin precedentes. En todas las oportunidades despertaba sudada y a gritos bajo la mirada hastiada del marido.

—¿Qué soñabas?—preguntaba él, con tono de regaño.

—Que estaba paralizada y que los alacranes me espoleaban en el vientre.

—Vamos a aumentar las sesiones del psiquiatra.

Eso era todo. Después él retomaba el sueño y ella quedaba despierta por el resto de la noche, a veces lograba dormir a intervalos, pero despertaba con sobresaltos.

Se había comprado unas pantuflas de goma gruesa y un repelente de arácnidos que friccionaba sobre su piel continuamente. Aldo la observaba escrutar los rincones de la cocina, revisar con obsesión los recodos del jardín armada de un insecticida, llenar la vivienda de cidronela y carrillones contra el mal sueño.

No quedaba ni atisbo de cucaracha alguna en el domicilio ni en sus alrededores. Lena había leído que éstas constituían el alimento preferencial de su enemigo y se había encargado de exterminarlas. También había desmontado la piscina y había colocado redecillas en todas las bocas de alcantarilla, abrevaderos y desagües. En las entradas y ventanas permanecía inviolable una plancha adhesiva para escorpiones en la que de vez en cuando se atascaba un escarabajo.

Los niños le tendían trampas para asustara, ataban trapitos descoloridos al extremo de una tanza y se los pasaban por los pies o se los aventaban al rostro repentinamente. Lena gritaba y parecía siempre sorprenderse de la premeditación de esos ardides.

—Siempre pensando bien de la gente, vos...—mascullaba Aldo, con una exasperación digna del diván de un psicólogo.

Lena no le decía nada. Se sentía culpable de la situación, sabía que estaba paranoica y hacía todo lo posible por salir de tal estado. El psicólogo, un tipo divorciado, de mentón retocado y de pelo largo atado con gomín, la escuchaba hablar como quien oye llover. Ella soltaba la lengua de manera impulsiva y contaba todo de corrido, casi sin puntos ni comas. Cuando levantaba la cabeza lo descubría aburrido y tildado en un tic afirmativo.

—Siga con las indicaciones del psiquiatra, un bromazepan a la noche y un rohipnol antes de la siesta—indicaba el terapeuta, con el mismo ademán de la mano que suelen hacer los curas cuando prescriben padrenuestros—.  ¿Estás tomando el antidepresivo?

—Sí, doctor.

Salía apesadumbrada del cubículo cerrado que era la sala de consulta. Meterse ahí era semejante a volver al vientre materno, todo permanecía en una penumbra densa y en un silencio apenas interrumpido por el discurrir del paciente. Solo que no había ningún cambio, ningún renacimiento. Una pluma de paloma que cayera sobre sus piernas mientras esperaba el autobús sentada en la esquina, un papel que el viento remolineara fregándolo contra sus tobillos, una temeraria hormiga que se subiera a su mano, el roce ligero de una cartera, cualquier cosa, en suma, podía detonar un alarido.

Las manos se le mojaban del pánico y un sudor frío le recorría el cuerpo cuando alguien hacía mención del incidente con el alacrán. La jefa, en la oficina, la miraba raro y escudriñaba todos sus movimientos. Cuando se levantaba rumbo al tocador, aparecía casualmente por el escritorio, hojeaba los papeles, supervisaba los registros manuales y la computadora.

Lena había recaído en la iglesia, después de unos cuantos años de ausencia se persignó con el agua bendita de la cuenca de mármol de la entrada. El cura que la confesó era viejo y estaba un poco sordo, así que ella tuvo que elevar la voz, para complacencia del público que conformaba la cola. La gente abría los ojos grandes y se reía al principio conforme evolucionaba la confidencia, después comenzó a cambiar de pie, impaciente. El sacerdote casi la obligó a retirarse, le ordenó un par de rezos diarios y, antes de despedirla coercitivamente, le dedicó un artero y lacónico sermón acerca de los deberes cristianos.

La fobia fue empeorando gradualmente, como todas las cosas, muy pocos asuntos caen de golpe, aunque se quiera creer lo contrario. Lena empezó a distorsionar las imágenes. Encima de las llaves del auto que manoteaba distraídamente, arriba de los cojines del comedor, dentro del libro que abría por la noche, en el interior de los calzados y hasta adentro de la heladera pululaban bichos rojos y traslúcidos de cola erguida y amenazadora púa. El peor lugar era el sanitario. Epicentro por antonomasia, el retrete. Afloraban de allí con la frecuencia de un latido y con la afluencia del agua. Por eso pasaba penosas horas con la vejiga hinchada, estirada al máximo de su capacidad contenedora. Llegaban a escapársele chorritos de pis. Ya había aprendido a orinar de parada, sobre los geranios de la esquina del patio o apenas agachada sobre un balde que luego desaguara quién sabe dónde.

El culmen sobrevino un fin de semana cuando estaba en la habitación matrimonial. Tomó los anteojos de la cómoda y, al querer ponérselos, sintió un pellizco en el puente de la nariz. Gimió y la voz se le ahogó en una mudez repentina, el corazón se le estrujó y le faltó el aire. Se sentía sudada y muerta de frío cuando se atrevió a mirar al piso, venciendo la rigidez inicial. Dos alacranes caminaban paralelos por la alfombra del cuarto, se dirigían a la puerta y podían meterse donde quisieran. Quiso llamar, pero un ronquido asmático, seguido por un silbido, fue todo lo que le emergió del pecho.

Al ingresar Aldo al dormitorio la encontró estática señalando los lentes, despatarrados sobre la alfombra y con un vidrio quebrado.

—¡Matalos, matalos!—chilló, recuperada del mutismo.

—¿A los lentes querés que mate, tremenda loca?

Entonces Lena entornó los ojos, hizo fuerza con los músculos de la cara, como si estos intervinieran en la captación de las imágenes, y pudo advertir que en realidad los animales no se movían, que estaban quietos y que uno de ellos tenía un cristal roto.

Aldo levantó los letales especímenes del suelo y trató de ponérselos a la aterrorizada mujer, pero ésta los empujó lejos de sí. El vidrio rajado se desprendió del marco y el otro se partió por el medio. Él rezongó por el precio, como si tuviera que pagarlo, y agarró a su esposa del brazo.

—No te está haciendo efecto la terapia, me parece...

—No...

—Necesitás choque eléctrico.

Lena lo miró como si le fuera totalmente desconocido, la tenaza de él apretó la húmeda mano de ella, que se alejó disimuladamente en busca de un espejo que la proveyera de evidencia contraria a la que le ofrecían sus poco confiables ojos. Pero no son los espejos, ni las fotografías, ni las cámaras, ni los retratos, los que pergeñan las imágenes, sino el oscuro proceso de la retina, miles de células y neuronas recreando sinérgicamente la información que viajará hasta el cerebro abordo de cientos de filamentos nerviosos.

—Qué te pasa—recriminó él, por qué te alejás.

Lena miró el suelo y lo vio rojo de alacranes. Se subió a la cama, completamente desquiciada, dando gritos de horror. Los animales caminaban dificultosamente unos sobres otros, constituían una marea creciente que pugnaba por desbordarse e infestar todos los ángulos de la casa. Aldo había fruncido el entrecejo y no dejaba de maldecirla.

Los niños oyeron los alaridos y aparecieron, curiosos.

—¡Váyanse, váyanse!—gritó ella, queriendo

protegerlos.

Pero él los retuvo.

—¡Miren a su madre, loca como una cabra!

Los hijos salieron corriendo ni bien zafaron de las tenazas del alacrán más grande, y se metieron a su cuarto y se pusieron a pensar.

—Choque eléctrico, choque eléctrico—repetía absurdamente el líder de la cuadrilla, mientras levantaba por encima de su cabeza una cola de mantícora que, de a poquito, desenvolvía su aguijón, reluciente y filoso.

Lena inició una serie de gritos desesperados, de esos que se oyen desde las casas vecinas. Los niños se revolvieron nerviosos en sus butacas de computadora y, después de la secuencia de aullidos desgarradores, incursionaron en la habitación marital, asustados.

—¡Andate, papá!—intervino el mayor, encarando a su progenitor con una asertividad de adulto.

Aldo los apartó con el brazo mientras el rostro se le enrojecía de bronca. Cada vez que no podía descargarse, una especie de escarlatina le teñía la cara, una corriente eléctrica que no había conseguido cable a tierra le rebotaba dentro sí, refractariamente. Sus hijos esperaban pacientes. La actitud que esgrimían prometía la escolta gratuita hasta la puerta.

Presa de unas palpitaciones hoscas, desiguales, aplastó los lentes que estaban en el suelo como si fueran una colilla de cigarrillo. Su mujer yacía arrojada en la cama, en estado de shock, previendo el desencadenamiento de esa lividez cada vez más cargada.

—Necesitás choque eléctrico—repitió él, con un rictus de repulsión, mientras una descarga le bajaba recta por la espalda, desde el cuello hacia el coxis, y se bifurcaba en las piernas, estremeciéndolo.

Lena se protegió con las manos, incoherente, pues las picaduras son letales en cualquier parte del cuerpo. Pero la mantícora comenzó a bajar la cola, cada vez más baja, cada vez más baja, hasta ponerla a ras del suelo. Asombrada, lo vislumbró dar media vuelta. El séquito de alacranes lo rodeó en círculo apiñándose a su alrededor en un santiamén y formando una montaña que lo cubrió hasta la cintura, como a un dios.

Cuando los niños cerraron la puerta cancel de la casa, Lena bajó a pies descalzos de la cama y caminó restablecida por el corredor. Las cosas volvían a ajustarse a su definición de objetos inanimados e inocuos y a su imposibilidad de moverse por sí mismas. No veía ni un solo alacrán, él se los había llevado a todos. Echó dos vueltas a la cerradura. Ahora sí, estaba segura, había encontrado el reservorio.




 

8 comentarios:

Noelia A dijo...

Les dejo una curiosidad: la palabra citronela empleada para designar una planta muy aromática y repelente, no existe. Lo adecuado parece ser "cidronela". Suena raro, pero si la RAE lo dice...
Saludos

Nelson dijo...

Buen cuento. En lugar de la flores de Bach, necesita los violines de Vivaldi.

Palabras como nubes dijo...

Genial como siempre, Noe :)
Sabés qué pensé al terminarlo? Que quizá ella imaginara todo. Al principio me dio lástima el personaje y toda su familia, en el medio del texto me dio asco el marido, el final se abrió como un abanico, bien bien bien!!!

Abrazo
Jeve y Ruma.

José A. García dijo...

Fea la actitud del padre de meter en el medio a los hijos...

¿Dónde quedó el entendimiento?

Muy buen cuento, eso sí.

Saludos

J.

Marisa dijo...

Tu relato es magistral, Noelia, no solo en la forma sino también en el contenido.
Has conseguido meterme durante unos minutos en esa pesadilla de alacranes con una nitidez tan asombrosa que hasta he oído el chasquido de sus colas con aguijones.
Las obsesiones oníricas siempre tienen su germen y semilla en puntos de referencia reales y cotidianos. He sentido un verdadero descanso cuando Ella, al final del relato, por fin descubre "el nido" y origen de sus alacranes que, por cierto, se veía venir líneas antes ya que has trazado minuciosamente el camino hasta el Alacrán de una forma perfecta.

Realmente bueno. Mi admiración, Noelia.
Un beso.

La sonrisa de Hiperion dijo...

Estupendo tu relato amiga, me ha encantado volver por tu casa.

Saludos y un abrazo.

Anónimo dijo...

Buen cuento/relato. Al fin pude hacerme un tiempo para volver a la lectura.
Me gustó la forma en que describís las actitudes del marido y la forma en que va llegando el desenlace.

"la escuchaba hablar como quien oye llover."

No me gusta esta frase, es muy vulgar en semejanto y bien escrito texto.

Saludos.

Raymunde dijo...

A veces compartes cama con la fuente de tus males y ni siquiera te das cuenta. Muy bien construido relato, NoeliaA. Como siempre.

Abrazo