viernes, 15 de diciembre de 2023

Escuinchi

 

    En la cola, un nene pide que le compren un escuifi. No sé lo que es un escuifi, pero sigo su dedo hacia una cesta llena de bultos de colores y leo Squishy.
    Solo hay dos cajas habilitadas y estoy en la primera. Al ingresar al local me topé con un anuncio: Por la situación económica los productos no tienen precio en góndola: consulte en Caja 1. Vine por tapers. Encontré de tantos tamaños, colores y calidades que agarré uno de cada cual. No preví un canasto, así que hago malabares para que no se me escapen. Cada tanto, alguno se resbala y me agacho sin inclinarme para evitar tirar el resto. La Caja 1 desborda. La Caja 2 es peor.
    El calor se incrementa por la proximidad de los cuerpos. La criatura hace berrinche y se cuelga de la ropa de sus padres. Hay tres antes que yo, llevo media hora esperando. Metieron mi cartera en una bolsa de lona y le abrocharon un tag de alarma, algo habitual, el tema es que me dejé el celular adentro y suena a cada rato. Estoy segura de que es mi padre, él no parará hasta que conteste. Hace minutos, una mujer cortó la cola para que le quitaran el dispositivo porque tenía que atender. Esas cosas enlentecen la actividad, de por sí parsimoniosa. Por fin avanzamos, le toca al matrimonio que me antecede. La suerte quiere que el nene se ponga a traer juguetes para pasar por el láser. Este, mamá. Este otro, papá. Ya sé, ya sé, quiero este.
    Los padres finalmente deciden que solo el camioncito y la bendición se echa a patalear. En este momento descubro la cesta a mi alcance y palpo el Squishy. Los había visto, pero nunca los había tocado. Son blandengues, causan repelús y, al mismo tiempo, fascinación. Me recuerdan a la pelota Miky Moko de cuando era chica, aunque tienen menor densidad, son más flojitos. Yo también quiero un Squishy, pero la gata lo rompería en un santiamén y la perra se comería los pedazos. Ocho mil pesos la consulta veterinaria.
    El cajero agradecería que Ganesha le donase un par de brazos. En el intento de apurarse desparrama una pila de cajitas que dicen Marwal y que tarda una eternidad en recomponer.
    Por fin termina. El nene, fastidioso, se prende de las bermudas del padre y se las baja. El tipo reacciona rápido y caza al hijo del brazo como con ganas de ahorcarlo. Pienso que va a decir pequeño demonio, pero en lugar de eso chilla: ¡La re puta madre que te parió! La mujer le tiende una mirada de reproche.
    Ya en mi turno, libero mi carga sobre la superficie metálica. Se me acalambró un brazo. El cajero empieza a chequear los precios, un pip por cada taper. Decido llevarme cuatro. Me dirijo a la otra caja a pagar, con el mal tino de encontrarme con los mismos adelante. La mujer reta al chico por joder y al marido por gritar. Detrás de mí, la que abrió la bolsa para sacar el teléfono responde a un audio del novio. Mi celular vuelve a sonar, y vuelve a sonar, y vuelve a sonar. Maldigo la hora en que elegí un ring ton tan estridente, es el sonido de una armónica, un acorde que recuerda el sound track de las pelis del lejano oeste.
    La formación se mueve como bote en crema de leche, sinuosa, compacta. La temperatura se eleva a medida que se apiña más gente. De tanto en tanto, alguien interrumpe a la cajera y todos rezongan.
    Escucho a la chica de atrás grabar un audio: Salí del psico y pasé a comprar unas cosas. ¡Me tocó hacer cola dos veces! Más allá alguien despotrica que va a aumentar el dólar y que va a quedar el culerío. Que será atroz. Su tono es de revancha. Lo que sigue es una disputa entre partes que consiste más o menos en endilgar culpas, algo que se mueve como la pelota del ping pong pero que tiene fanáticos como en el fútbol y animales como en el zoo. El viejo, que se parece a Popeye el Marino, dice que se jodan por haberle votado. Yo me pregunto en dónde se solicitará la constancia de no haberle votado para no joderse.
    El matrimonio se retira y se los ve discutir en la vereda, el nene llora en el suelo, quiere la masa fofa que parece sapo.
    —Si paga de contado tiene diez por ciento de descuento —me informa la cajera.
    Guardo la tarjeta en el sobre de neoprene y saco los billetes. Ruego que cierre la operación antes de que el dólar pegue otro salto de canguro. Abono con dos de mil mientras escucho el audio que el novio le envía a la que está a mi espalda. Dice: ¿Cómo que te fuiste de hocico atrás de unas copas? ¡Qué me decís! ¿A esta hora? ¿Quién te tocó la cola dos veces? ¿Vos me estás jodiendo a mí?
    Caigo en que no grabó. No, claro que no grabó, pulsó el micrófono más chico, el que transcribe. Recuerdo la actividad de machine learning en la que participé, el algoritmo que ponía por escrito los audios. Bastaba que el hablante aspirara un poco una ge, se comiera una ese o bajara la voz en algún tramo para deducir cualquier verdura. Peor si había voces de fondo. Empiezo a reír. Me cubro la boca. No puedo disimular, es esa carcajada retenida que quiere reventar como una ampolla. La cajera, que ignora el contexto, me mira con sorpresa mientras me da el vuelto. Así que manoteo el ticket y la bolsa y me largo. Agradezco que el sonido del celular cubra la risa que me ataca como si me hicieran cosquillas. Me muerdo el labio hasta que duele, pero es que se fue de hocico atrás de unas copas, ¡y le tocaron la cola dos veces!
    Afuera, la madre del crío se cansa, le da en el traste y lo mete de prepo al auto. Se va de hocico contra el asiento, pienso. Qué escuinchi ni una mierda, me pudriste, remata ella.
    El calor agobia, causa un sopor envolvente, húmedo, que parece presionarla a una contra el suelo, como si la Tierra hubiera crecido y la gravedad actuara en consecuencia. Recuerdo los hectopascales del pronóstico meteorológico. Eso debe ser. ¿A cuántos estaremos hoy? El cielo se tapa y el viento norte fustiga los lapachos.
    Se fue de hocico tras unas copas. Las bacanales, un poroto. Terrible la injerencia de Baco. Caramba, qué adicción. Capaz así surgió el ditirambo. Otra vez me arremete la risa de porquería. Dejá de reírte en la calle, loca de mierda, me reto. Pero la risa se vuelve acicate. Imagino el irse de hocico y es incontenible como la réplica de un sismo. Así que me concentro en el dólar, en lo que dijo el hombre, en lo que viene diciendo la gente. ¿El dólar aumenta o el peso baja? El peso se va de hocico.
    Las bacanales sin vino se vienen. Nos tocan la cola dos veces. Eso. Nos arrojan al asiento de atrás, ¡y sin escuinchi!
    Llego a mi casa y el dólar se fue a ochocientos.

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