jueves, 25 de junio de 2015

   Quiero preguntarle a San Dalo si sabe de ese día, ya que sabe todo de mí y de otras personas. Él no estaba allí, lo conocí dos años después, y, si bien al principio no me incomodó comprobar que conocía cosas que no le he contado, ahora ese hecho logra quitarme la confianza. Yo no sé nada de San Dalo. A veces sus ojos cambian de color, y no se debe a la luz. No tengo control sobre él, pero procuró hacerme creer que sí.
   No le he contado que en ocasiones tengo el impulso de llamar a D, que me contengo porque temo que atienda la madre. Es una ilusión repentina y engañosa la que me lleva a tomar el celular y mirar el nombre de D y cobijar la idea de llamarlo. Su  madre se quedó con el aparato, lo mantiene cargado con la esperanza de que un día él llame a su propio teléfono. La certeza de crearle una falsa expectativa a esa mujer vence a la fantasía ilusa de que, por alguna conexión remota de dimensiones, él me conteste.
   Quiero preguntarle a San Dalo si sabe de ese día, pero cuando apoyo mi mano en su brazo la secretaria del bioquímico se asoma y dice que qué necesito. Teclea mi nombre y le da imprimir a los análisis. Luego dobla el papel, lo mete en un folio y me lo entrega con deferencia. Las secretarias te pueden entregar una bomba con toda la naturalidad del mundo siempre y cuando tenga un sello con el membrete del laboratorio. Caminamos hasta el pasillo y le paso el nylon a Dalo. Aún quiero preguntarle si sabe de ese día.
   ―Abrilo vos.
   Dalo toma el folio y saca el papel. Lee en silencio y pone cara de preocupación. Pero es tan sobreactuado su gesto que ya sé la pantomima. Es infantil. A veces es muy infantil.
   ―Estás anémica. Y mucho.
   Le intento arrebatar el papel, entonces él retrocede y me lo muestra a distancia. 
   La cosa esa ha dado otra vez negativa. Hay un negativo en grande y en rojo. Cuántas veces tiene que dar negativa para que dejen de ordenarla.
   ―Ya pasó más de un año, te ordenó la última para estar bien segura, si querés yo le digo por qué tenés las defensas tan bajas...
   ―Vos no podés hacer siquiera que te vean.
   ―Sí que puedo.
   Hace un frío intenso afuera y no nos quitamos los abrigos al entrar. El viento que nos recibe cala la tela y se parece a alfileres.
   ―Doblá bien eso, no lo guardes asíreplico al ver cómo magulla el papel para que quepa en el folio.
   ―Sos obsesiva como tu abuelame estampa.
   Freno para mirarlo y él también frena. Me entrega el folio con el papel embutido adentro. Los dedos que le asoman por el hueco de los mitones están amarillos de nicotina. Sus iris están amarillos también, como el fuego, y la esclerótica se puso azul. Son soles en un cielo limpio.
   ―Vos no conociste  a mi abuela.
   El viento se vuelve más recio y se siente como estalactitas clavándose en el cuerpo. Son las ocho de la mañana apenas, la gente pasa en auto hacia el trabajo, las veredas están desiertas. Miro hacia los lados de la calle por un taxi. Dalo no necesita mirar, hará una señal cuando venga uno, por más que éste marche a sus espaldas, y el taxista frenará. No sé por qué, pero frenan.
   ―Y por qué tengo las defensas bajas.
   ―Porque no querés estar acá , porque estás otra vez anémica, porque hace frío y te faltan dosis de chocolate, porque te duele y te das con corticoides, porque extrañás a D.
   ―Seguro...
   ―Vos preguntaste.
   ―¿Qué pasa con los tulpas cuando muere el que los creó?
   La risa burlona de Dalo saca vapor al frío. Su gesto satírico, el aura violeta que cambia a rosada y se difumina son un preludio de huida.
   ―Contestame. ¿Desaparecen o siguen jodiendo?
  Los iris vuelen a ser de un verde reposado sobre blanco plomizo. Levanta la mano y el taxi para, no sé cómo, si no lo ven, siempre paran mirádome a mí como si yo hubiese llevado a cabo la acción. Subo, pero Dalo no sube y no puedo obligarlo cuando hay gente. Se mofa con gestos pueriles desde la vereda. ¿Acaso puedo obligarlo cuando no hay gente? El taxista pregunta si está todo bien, así que yo contesto que sí, y cierro la puerta.
   Dalo se queda atrás hoy, haciendo morisquetas graciosas, de esas que le hacen difícil a una enojarse con alguien. Soy obsesiva, dijo... como mi abuela...

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