lunes, 6 de noviembre de 2023

Mucho ruido

    Lo único que habían podido armar eran unas balsas rudimentarias, de pura caña y fibra de coco como las de Tom Hanks cuando partió con Wilson. La cosa no daba para más. La fuerza del océano empujaba las balsas endebles, era inútil cualquier diligencia. Luego de unas semanas, empezaron a aparecer los botes. No se sabía si habían partido después o si venían de otro sitio, pero les daban alcance y la gente a bordo miraba con desdén y clamaba: Hay que remar, hay que remar, si no se rema no se llega a ninguna parte.
    Tanto desde las balsas como desde los botes se pescaba para comer y se reservaba agua de lluvia en recipientes reutilizados. Pero los de los botes contaban con remos y al poco tiempo sacaron distancia. Uno que otro balsero se había querido subir a un bote y no lo habían admitido: para venir acá tenés que remar. El balsero había jurado remar y le objetaron: si remaras no estarías en una balsa.
    Así que algunos hacían remos de sus manos, cosa que resultaba en luxaciones y poco desplazamiento. Otros habían quitado fragmentos del extremo de la plataforma para usar de propulsores. A algunos se les había estropeado el encañado y habían tenido que subirse a balsa ajena. Existían los que enloquecían, se ponían a dar chiflidos que emulaban la bocina de un buque.
    El mar estaba revuelto y se veía, a lo lejos, una ola en aumento, de a poco, terrible. ¿Era un tsunami? No sabían. Los balseros ataron su flota con un cordón a sus muñecas y aguardaron el colapso. Resultaba difícil pescar en esas circunstancias. Algunos rezaban con ahínco, otros maldecían a los de los botes. Los de los botes, más lejos, acusaban a los de las balsas de haberles robado las anchoas.
    Un carguero industrial pasaba orondo, ajeno al despelote, empeorando el oleaje. 
    En medio del desastre se distinguió una forma. ¿Es un barco? exclamó un balsero. Sí, sí, un transatlántico. Se agrandó, majestuoso, hasta quedar en medio del balserío, alto e imponente. A varios metros, en cubierta seca, se asomaba la multitud. Los de los botes estaban ahí, mezclados, miraban. Por culpa de ellos, decían.
    Uno, desde la proa, tendió una cuerda de auxilio. Los balseros se alejaron braceando a todo pulmón, intentaban vencer la succión. Nadie tomó la cuerda. Hubo algunos de ellos angustiados como el que ofreció ayuda que gritaron: ¡Es el Titanic! 
    Pero había mucho ruido.


Mucho ruido by Noelia Antonietta is licensed under Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International

lunes, 25 de septiembre de 2023

Luz

 Una tarde en que el calor no la dejó dormir la siesta, mi abuela se puso a decirme que no todas las personas tienen lucecitas en las puntas de los dedos. Fue un episodio atípico, de esos en que me sentía importante porque un adulto se tomaba el tiempo para explicarme algo complejo.


—Algunas personas—empezó entonces— son como la luna, reflejan la luz como un espejo.

Estaba agitada, algo ofendida. El calor le hacía rodar enormes gotas por el cuello y parecía que el temor de alguna cosa le hincaba los talones.

Me senté a modo indio, como si me fuera a contar un cuento, y noté que se fastidiaba. Me esmeré en demostrarle que le ponía atención, así que le hice saber que me parecía bien que las personas reflejaran la luz como un espejo.

—No me estás entendiendo—replicó, mientras se pasaba un pañuelo de tela por la frente.

Titubeó un rato buscando quizás la forma de decir lo mismo con otras palabras o considerando la posibilidad de quedarse en silencio. Miró mis ojos, mi pelo, los Rasti desparramados por el piso. Se resolvió por fin, con esa manera tan suya de mover las manos:

—¿Viste los sapos? Van a la luz.

Pensé en los sapos en el campo, reunidos debajo de los fluorecentes, estirando sus lenguas como chicle hacia la horda de insectos ávidos de estamparse contra el foco.

Observó mi cara, mi actitud de haber atrapado algo pero no saber qué. Se levantó con trabajo, me indicó que no hiciera bulla porque el abuelo dormía. Después se fue bufando hacia la cocina.

Ese día tiró muchos álbumes y fotos.




martes, 27 de marzo de 2018

Repartirse

Hoy miré el agua del río y pensé que algún día el polvo de todos correrá por él. Algún día todo se desintegrará y terminará en el agua del río, y todos terminaremos mezclados, solidarios a la descomposición y la compensación del suelo.
Ayer removían tumbas en el cementerio, en la parte vieja, nichos que hace siglos nadie visita. Tiraron abajo las lápidas, vaya a saber qué hicieron con los restos. Restos, algunos anónimos, ya que la placa de metal que contenía el nombre se desprendió hace tiempo o fue robada por el valor del bronce o del cobre.
Entonces, pensé, esa gente ya debe haberse vuelto polvo, debe haberse reintegrado al ecosistema, debe ser aire, tierra, agua. Derribada por el olvido o por la falta de descendientes que paguen ha salido del único cubículo que la separaba de todo lo demás. Debe correr por el río hecha nada, y a la vez todo.
Una buena forma de estar en todos lados y en ninguno: volverse polvo. Repartirse.

sábado, 10 de marzo de 2018

El monstruo

(Alguien pidió que regresara este relato al blog. Ahí va )

El viento no lo dejó encenderse el cigarrillo, su acompañante quedó pasmado ante el caos que se desataba sobre la montaña. Se acercaba un núcleo con múltiples trompas, cada una de las cuales generaba un huracán cuando tocaba tierra. Juan Cruz se acariciaba el mentón:
―Si todo lo que existe está en nuestra mente ¿cómo es posible que vea algo en lo que no creo?
Rodrigo no le contestaba, ni siquiera había logrado entender lo que había dicho. La parálisis de su cuerpo no era de confusión, sino de miedo. Juan Cruz prosiguió:
―Creo que no existe, creo que es mi mente tratando de engañarme, porque todo lo genera la mente ¿no es así?
En ese momento, una lengua huracanada levantó al vehículo estacionado en la orilla y se lo tragó luego de darle dos tumbos sobre el pavimento. Apenas podían estar parados y el terror de Rodrigo empezaba a destrabarle los músculos ateridos.
―Tranquilo, es cuestión de imaginar algo ameno―sostuvo Juan Cruz―. Mira ahora, cierro mis ojos, imagino un arco ir…
Pero un látigo de viento se llevó al pensador junto con un inmenso ruido de latas, árboles y automóviles.
Una voz que venía del caos articuló: corre, corre para contarlo.

Y Rodrigo corrió.

jueves, 1 de marzo de 2018

1

Llevo un buen rato pensando en un seudónimo y ninguno me convence. Preparo el mate, miro la mata de espinaca rastrera, miro al gato que me enfoca fijo, con ojos amarillos. Los gatos logran quitar la cotidianidad a cualquier cosa, con su mirada fija, expectante, vuelven todo sumamente relevante. Pero la tarde ha transcurrido lenta, a pesar de la curiosidad de los gatos y de mi ansiedad por encontrar un seudónimo. Muy lenta, como siempre que me abruma el dolor y me asalta la consciencia de las cosas inminentes.
Un mensaje, que hace dos años podría haberme alegrado el día, ahora cae en saco roto, y es casi una molestia, algo a lo que ni sé si responder. Hay quien deja correr el agua pensando que el agua estará siempre ahí.
"Qué querrás vos de mí", pienso. Pero respondo que bien, que gracias, que espero ande también estupendamente y que le mando un gran abrazo. No acodo ninguna pregunta.
Sé que no habrá mensaje de vuelta a menos que su empeño le haga saltarse mi evidente falta de interés.
Tomo un mate cargado y alguien viene a mi mente como un flash. Aprieto los ojos para perderlo. Es una persona que siempre está colándoseme, devolviéndome una sonrisa debajo de los sauces, allá en el arroyito. 
A veces pienso que me he quedado suspendida en pequeños momentos diseminados a lo largo de mi existencia y que ya no estoy aquí, que ya no estoy más. Que en algún momento impreciso he dejado de existir y mi fantasma espera que algo o alguien, mágicamente, lo devuelva a la vida.

jueves, 1 de diciembre de 2016

yo que me espanté
ando igual de peor
o más de menos

¡muestro las palmas
antes de cerrarme!

harta
como pronosticaste

hartazgo del tuyo
cuando dijiste
la sed se aguanta mejor
sin gotitas de agua



sábado, 26 de noviembre de 2016

Color

Escapo de su vista, pero sus ojos me persiguen por las góndolas.  Sus pupilas recalan en el algodoncito que no me quité del brazo. Me caza de la muñeca, yo que le huyo como al viejo de la bolsa y se me engancha como la campera en la manija de la puerta cuando tengo prisa.
Te vi salir casi corriendo esta mañana.
Siempre salgo corriendo de esos sitios.
Miro alrededor. No puedo zafarme sin tirar la canasta de las cosas, sin levantar miradas.
Soltame, nene
¿Qué color tengo yo en tu mente?
Titubeo un rato, él balbucea la pregunta. Los ojos abiertos grandes. Repite. Espera. No sé si es tenaz o testarudo, o es muy joven. No sé si soy cobarde o precavida, o estoy vieja.
Rojocontesto, sorprendida.
Lo veo sonreir. Poco sabe de mí. Nada sabe de mí.
Mi miedo también tiene ese color. El color del algodón que no me quité del brazo.

lunes, 21 de noviembre de 2016




será que es tiempo de curarse
aunque sea un poco
¿puede la crisis
ser una revolución?
decís que hay algo más en mi llamado
pero yo nada más quiero dar una vuelta
solo que no acá
¡no acá!
vos me mirás con los ojos perdidos
y no entendés

no entendés que lo más pesado del dolor
son las cadenas

martes, 24 de mayo de 2016

Alguien llama para decir que parte para Rosario a las doce, que será muy tarde para pasar pero que pasará igual y que me ponga una pijama bonita. Su voz me trae recuerdos mezclados, cosas que dejé por feas, cosas que me traje por mías, cosas que soy y que él conoce. A algunas personas les huyo porque ofician de espejo. Algunas personas, como el doctor C, saben quién soy y vienen a recordarme lo que quiero. Pero ahí estoy yo diciéndole que claro -sin ganas, con más miedo que entusiasmo-, diciéndole que por supuesto, doctor.
Muchas veces el doctor C me dijo que dejara de llamarle doctor, que por favor le dijera C, y ahora que me oye no hace excepción, me lo recuerda a viva voz, y me dice que me va a traer una sorpresa. A mí ya no sé -después de tantas- si me siguen agradando las sorpresas. Así que me voy a la cama pensando que quizás bromea -y eso no es posible viniendo de él, pero me tranquiliza pensarlo- y que llamará por teléfono cuando vea el primer cartel que anuncia el pueblo.
Tal como eso, el doctor C llama desde la ruta y me dice Noné. Solo él me dice Noné, por tanto hace valer su exclusividad repitiéndolo.
―Noné, ya estoy acá... Noné, Noné... en quince minutos te toco la puerta. 
Noné lo escucha, la respiración se le agita un poco y se ve envuelta en una nube de miedos que acaban de asomar, pero lo escucha y le dice que por supuesto, doctor. Noné ya ha tenido visitas del doctor C en otros tiempos. Son irrupciones cortas e intensas, como esos huracanes que en unos minutos lo revuelven todo. pero con la diferencia de que todo se genera sin violencia. C es pacífico y tranquilo, su arma no es el volumen o la agresividad sino la precisión. Es un espejo con alto poder balístico. 
El doctor C no genera indiferencia. Si te adscribís a  él estarás adicta y si dejás de verlo no querrás encontrártelo más.
Entonces ahí, Noné, yo y todos mis yo, se mueven hacia la puerta. El doctor C interpone un paquete con moño violeta y me dice Feliz cumpleaños. Tal como espero, dentro hay un obsequio que va conmigo, algo que él sabe que me gusta. Son detalles que le hacen a una sonreir, aunque sean las tres de la mañana.
Le invito un café. Dice que sí, que bueno, y que si no le voy yo a dar un abrazo o qué. El doctor C me da un abrazo suave, de esos que no aprietan pero que te tienen bastante tiempo como para que su perfume se te impregne en la ropa.
―¿Tiene congreso en Rosario?―pregunto, incómoda por sus ojos que se incrustan en los míos.
―Así es...
―Claro.
―¿Falta mucho para que me tuteés, Noné?
Nos reímos. Voy hasta la cocina y preparo el café, mientras lo escucho contarme la temática que trataron con el plantel de Córdoba y la planificación que hará con el equipo del hospital Alemán. Siempre me habla asi, como si yo entendiera todo, verdad es que de buena parte estoy enterada porque me lo ha referido con detalle, pero verdad es también que la terminología profesional suele dejarme al margen de todo entendimiento. Vuelvo con los cafés y unas galletitas y el doctor C me pregunta si no he vuelto al otro pueblo. Ahí está el espejo y su tentáculo. Y que no, que no he vuelto.  Y que por qué. Así que como un resorte salto a preguntar cualquier cosa, cualquiera.
―¿Y usted cuándo era que cumplía los años?
―Bueno... Noné, no me creo que no te lo acuerdes...
El 7 de septiembre, claro que sí.
―Verdad, doc, hablemos de otra cosa.
Con él no puedo mentir, no puedo usar subterfugios. Él te amaestra para eso. La honestidad, siempre.
―Ya con el usted y el doc me ponés un muro como el de Berlín, sabés. Pero está bien, no tocamos más el tema.
Es inútil con él. No necesita tocar un tema, hace que el tema nos toque. En vez de ir directo rodea el asunto, y en el rodeo lo cerca con una cuerda. Después solo le resta tirar. Tira y ahorca el tema sin siquiera tocarlo, desde la periferia.
―Usted pue...
―Vos.
―Vos... Vos podés tocar un tema sin tocarlo. 
El doctor se ríe, a veces me pareció descubrir en su mirada una suerte de esperanza, una expectativa, como si aguardara que yo le hiciera alguna devolución, que yo efectuase con él lo que él conmigo. Que yo fuera su espejo. 
Pero yo soy el colmo del relativismo. Nada es así o así en mi cabeza, a tal punto, que difícilmente podría encasillar una conducta suya sin sentirme errada. Pero así, silenciosa, se me cruzan las palabras: usted quiere lograr con los demás lo que no puede lograr con usted mismo. Y lo que es peor, quiere que se lo digan.
―¿Qué más puedo hacer, Noné? A veces pienso que nadie ve los hilos, que no se dan cuenta, trato de que todo sea espontáneo, sabés.
―Lo espontáneo no se trata.
El doctor levanta ambas cejas. Algo de mí le resulta nuevo y tengo su atención desbordada. Sus ojos son como escarapelas.  
―Quisiera que no se notara. Que la gente pudiera irse sin darse cuenta de que estuvo en una consulta.
―Los pacientes no tenemos la culpa de darnos cuenta―suelto, con algo de rencor, un rencor que no va dirigido a él, pero que ahí está de todos modos.
―Cuando te fuiste me di cuenta que yo también necesito terapia, Noné―dice.
Entonces hay un silencio. Un silencio tremendo que ninguna cosa rompe, porque a esa hora todos duermen y porque esto es un pueblo. Así que el doctor C se dio cuenta gracias a mí que él necesitaba terapia. O, mejor, se dio cuenta gracias a mi ausencia.
Pero cuando levanto mis ojos hacia los suyos, algo desconcertada, el doctor C pregunta algo que ya sabe y yo le sigo la corriente.
―Al final, ¿cuántos años es que cumplis?
―Treinta y cinco... ¿Y usted?
―Cuarenta y cinco.
―Ajá, sí, ya sé...
―Sí, yo también.
Abro la cajita con el perfume, un perfume exquisito que no recordaba haberle contado que me gustaba. Tengo un vacío en la panza. No quiero comentarle, porque no se puede. No. No se puede decirle al doctor C: odio que vengas ¿para qué venis? Luego necesitaré terapia y vos no vas a estar. Necesitaré terapia porque no estás.
El doctor C trata de meterse en mi pensamiento, pero no puede. Me agarra de las manos y me dice que cualquier cosa no dude en llamarlo. Que por favor lo llame, siempre. Yo le digo que claro, que por supuesto, y le suelto una sonrisa que trato de que sea espontánea... Pero lo espontáneo no se trata.
―Me esperan a las ocho. Me gustaría contarte cuando pase,a la vuelta.
Está diciendo que pasará a verme cuando esté de regreso a Córdoba, ya  que este pueblo le queda de pasada.  Yo solo puedo decirle por supuesto, doctor, y eso le digo.
―Por supuesto, C.
Él se alegra porque lo tuteo y yo sonrío porque sé que no significa nada. Pienso en el perfume y unos pijamas a lunares como los que él tenía la mañana que le caí a la casa. Unos pijamas celestes con lunares blancos.
Luego me besa en la frente y aspira mi cabello, dice que me cuide, por favor, y que tratará de dejar de tratar de una vez por todas. Que la próxima vez le va a salir mucho mejor.


domingo, 22 de mayo de 2016

pareidolia

ardor de melón en los labios
hay
sangre de manzana
goteando de la ducha

los domingos son esta cosa
sin nombre
este paréntesis
mezcla de lo que es
y lo que no es
aunque lo sea

yo quiero que tus ojos
sean pupilas de veras
y no camuflaje
en el lomo de un insecto

domingo, 8 de mayo de 2016

sos el aire que retorna
cuando mueren los vientos

sos mi amuleto mental

sos la curita que le pongo
al corazón
cuando se rompe

viernes, 1 de abril de 2016

Hay una puerta con lucecitas que da a un jardín interno. Hay unas sillas  que son de mimbre pintado. Ahí me siento, y él me dice que me quiere, que no importa qué, que me quiere aunque esté rota y más rota y peor rota, y que si me caigo me levanta y que si me derrumbo me arregla y no sé cuántas cosas que me resultan pretenciosas, moldeadas sobre algo que quedó suspendido, algo que nunca fue una camisa,  pero que su deseo almidona.
Me asombra escucharlo. Si acaso su atracción es porque le huyo, si acaso al darle atención se le pasara todo… entonces ese todo es la nada misma.
Yo estoy rota y él me quiere así, eso no deja de ser, con todo, lo más admirable del mundo. Pero de muy intacto que está no lo quiero. Tan intacto que parece que no hubiera vivido, que no tuviera vida. Tan celeste que me cuesta. Tan vacío que las voces que lo rondan le retumban y le salen por la boca. Dice que ama el olor a vainilla que hay en mí, de mis perfumes, dice que son de caramelo avainillado. Yo pienso que ama lo que hay de mí en la vainilla y que es muy fácil agradarle si cualquier cosa que diga será tomada por buena. Sus ojos se iluminan como estrellas al mirarme. Sus pestañas inocentes.
Me dice que no fue idea de las chicas, que se coló. Que no lo invitaron ni le dieron permiso. Sus manos mostrándome las palmas, sus ojos abiertos, fijos en mí. No es de esconderse, nunca fue de esconderse. Por un rato me quedo desarmada. Marcos. Su porte tan correcto. Su cabello tan lindo. Sus ojos azules. Su capricho conmigo.
Pone su dedo tímido en mi hombro,  desliza la yema hasta mi codo, hasta mi mano  y baja volando por uno de los dedos.
―Tu piel es suave.
Entonces me siento incómoda. Como si tuviera frío me abrazo los hombros y clavo los ojos en una maqueta que pende en la pared del fondo. Ya me estoy volviendo una cosa, siempre en su presencia: una cosa. Bonita, cosa. Soy como la cosa que se queda quieta por cansancio. Soy como el comodín en el que depositó aquello que quiere. La puerta cerrada, mi puerta cerrada, le permite imaginar cosas adentro.  Soy lo descosido en un cofre de diamante pulido. Y nada más. De pronto se levanta, como fastidiado. Me pregunto si tanto ha tomado en un rato. Busco mi copa y me acabo el contenido.
Ya empieza a dolerme la cintura y lo tiesa que estoy no beneficia. Se arrodilla a mis pies, me agarra de las manos. 
―No puedo ser un chocolate con menta―dice, como derrotado―. Quisiera ser como alguien que te guste a vos. Pero soy  más  como un robotito de mierda, no como te gustan a vos.
De un tirón me levanto. Miro hacia adentro. Como te gustan a vos.  Qué cosa va a decir después de eso.  ¿Un robotito de mierda? ¿Cómo diablos me gustan a mí? Los ojos de alguien a quien no puedo llamar se instalan en mi mente, el olor de su perfume, la voz pausada. Contra mi voluntad y conveniencia. La conveniencia, a ésa no suelo hacerle caso. La voluntad es una flecha desatinada. Una canción deletreada en el oído se me viene,  igual que la parálisis, me empieza a congelar desde la periferia. 
 Busco qué manotear como si hubiera algo que detener a toda costa. Y lo hay. Manoteo un  vaso que alguien dejó en el mostrador. La melodía que suena afuera no puede tapar la de adentro y mis labios forman un  nombre. 
Mi boca invoca un fantasma.

domingo, 14 de febrero de 2016

te llamas al silencio
como quien acumula agua
para venirse con todo

mira esta lluvia
por no dejarse caer
se estrella a pulmón
contra suelo

miércoles, 20 de enero de 2016

la noche está tan linda
que no quiero dormir
¿a vos te pasó?
¿te pasa?
no hay en el día estrellas
no hay rocío
no hay la tregua del calor
no hay el silencio
de cuando todos
-o casi todos-
duermen

un mensaje que llega
es algo excepcional
crea complicidad
con esa otra alma en ascuas
que no puede dormir

fundemos hoy el club de los insomnes felices
trasnochados en vano
dados vuelta

martes, 12 de enero de 2016

mis sueños rotos no están muertos
respiran por la herida
cortan  al que intenta acariciarlos
sé que el espejo en que me observo
refleja al que me mira
sé que tengo el síndrome
del perro con hambre
que ha sido envenenado
soy el monstruo que prefiere
el llanto franco a la sonrisa ajada
soy el monstruo que tenés atado
-más monstruo se vuelve 
tras las rejas-
no digas yo no
los trapitos existen porque no ven el sol
donde lavarse
y la hilacha se vuelve hilacha
cuando se esconde
tan pronto señala afuera la gente
lo que tiene adentro
que a veces
hacen saltar la risa



martes, 5 de enero de 2016

El reservorio

Lena temía bajar de la cama por las noches desde aquella vez que su pie había tenido la desgracia de dar con un alacrán. Encendía una linterna para no perturbar el susceptible sueño de su esposo con la luz del velador, e iba pisando dentro del radio de suelo iluminado. Al principio, el temor había sido llevadero, nada que la voluntad no dominara. Pero con el paso de las semanas el recelo se fue intensificando y acarreó pesadillas e insomnio alternadamente. El médico le prescribió bromazepam para el desvelo y sugirió flores de Bach para las pesadillas. Las cápsulas lograban su propósito, pero los extractos de flores no mitigaban los malos sueños.

Desde que el bicho la había picado, soñaba con hordas de ellos subiendo por los flancos del edredón, trepando por las patas de la cama, lanzándose desde la pared y del techo. A veces la pesadilla consistía en saberse dormida mientras uno se le introducía por la boca o por la nariz, bajaba por la garganta y le cosquilleaba en el esófago. Los bichos solían morderle las entrañas, internárseles en las orejas, empecinarse con sus ojos o brotarle del ano en una alacranragia sin precedentes. En todas las oportunidades despertaba sudada y a gritos bajo la mirada hastiada del marido.

—¿Qué soñabas?—preguntaba él, con tono de regaño.

—Que estaba paralizada y que los alacranes me espoleaban en el vientre.

—Vamos a aumentar las sesiones del psiquiatra.

Eso era todo. Después él retomaba el sueño y ella quedaba despierta por el resto de la noche, a veces lograba dormir a intervalos, pero despertaba con sobresaltos.

Se había comprado unas pantuflas de goma gruesa y un repelente de arácnidos que friccionaba sobre su piel continuamente. Aldo la observaba escrutar los rincones de la cocina, revisar con obsesión los recodos del jardín armada de un insecticida, llenar la vivienda de cidronela y carrillones contra el mal sueño.

No quedaba ni atisbo de cucaracha alguna en el domicilio ni en sus alrededores. Lena había leído que éstas constituían el alimento preferencial de su enemigo y se había encargado de exterminarlas. También había desmontado la piscina y había colocado redecillas en todas las bocas de alcantarilla, abrevaderos y desagües. En las entradas y ventanas permanecía inviolable una plancha adhesiva para escorpiones en la que de vez en cuando se atascaba un escarabajo.

Los niños le tendían trampas para asustara, ataban trapitos descoloridos al extremo de una tanza y se los pasaban por los pies o se los aventaban al rostro repentinamente. Lena gritaba y parecía siempre sorprenderse de la premeditación de esos ardides.

—Siempre pensando bien de la gente, vos...—mascullaba Aldo, con una exasperación digna del diván de un psicólogo.

Lena no le decía nada. Se sentía culpable de la situación, sabía que estaba paranoica y hacía todo lo posible por salir de tal estado. El psicólogo, un tipo divorciado, de mentón retocado y de pelo largo atado con gomín, la escuchaba hablar como quien oye llover. Ella soltaba la lengua de manera impulsiva y contaba todo de corrido, casi sin puntos ni comas. Cuando levantaba la cabeza lo descubría aburrido y tildado en un tic afirmativo.

—Siga con las indicaciones del psiquiatra, un bromazepan a la noche y un rohipnol antes de la siesta—indicaba el terapeuta, con el mismo ademán de la mano que suelen hacer los curas cuando prescriben padrenuestros—.  ¿Estás tomando el antidepresivo?

—Sí, doctor.

Salía apesadumbrada del cubículo cerrado que era la sala de consulta. Meterse ahí era semejante a volver al vientre materno, todo permanecía en una penumbra densa y en un silencio apenas interrumpido por el discurrir del paciente. Solo que no había ningún cambio, ningún renacimiento. Una pluma de paloma que cayera sobre sus piernas mientras esperaba el autobús sentada en la esquina, un papel que el viento remolineara fregándolo contra sus tobillos, una temeraria hormiga que se subiera a su mano, el roce ligero de una cartera, cualquier cosa, en suma, podía detonar un alarido.

Las manos se le mojaban del pánico y un sudor frío le recorría el cuerpo cuando alguien hacía mención del incidente con el alacrán. La jefa, en la oficina, la miraba raro y escudriñaba todos sus movimientos. Cuando se levantaba rumbo al tocador, aparecía casualmente por el escritorio, hojeaba los papeles, supervisaba los registros manuales y la computadora.

Lena había recaído en la iglesia, después de unos cuantos años de ausencia se persignó con el agua bendita de la cuenca de mármol de la entrada. El cura que la confesó era viejo y estaba un poco sordo, así que ella tuvo que elevar la voz, para complacencia del público que conformaba la cola. La gente abría los ojos grandes y se reía al principio conforme evolucionaba la confidencia, después comenzó a cambiar de pie, impaciente. El sacerdote casi la obligó a retirarse, le ordenó un par de rezos diarios y, antes de despedirla coercitivamente, le dedicó un artero y lacónico sermón acerca de los deberes cristianos.

La fobia fue empeorando gradualmente, como todas las cosas, muy pocos asuntos caen de golpe, aunque se quiera creer lo contrario. Lena empezó a distorsionar las imágenes. Encima de las llaves del auto que manoteaba distraídamente, arriba de los cojines del comedor, dentro del libro que abría por la noche, en el interior de los calzados y hasta adentro de la heladera pululaban bichos rojos y traslúcidos de cola erguida y amenazadora púa. El peor lugar era el sanitario. Epicentro por antonomasia, el retrete. Afloraban de allí con la frecuencia de un latido y con la afluencia del agua. Por eso pasaba penosas horas con la vejiga hinchada, estirada al máximo de su capacidad contenedora. Llegaban a escapársele chorritos de pis. Ya había aprendido a orinar de parada, sobre los geranios de la esquina del patio o apenas agachada sobre un balde que luego desaguara quién sabe dónde.

El culmen sobrevino un fin de semana cuando estaba en la habitación matrimonial. Tomó los anteojos de la cómoda y, al querer ponérselos, sintió un pellizco en el puente de la nariz. Gimió y la voz se le ahogó en una mudez repentina, el corazón se le estrujó y le faltó el aire. Se sentía sudada y muerta de frío cuando se atrevió a mirar al piso, venciendo la rigidez inicial. Dos alacranes caminaban paralelos por la alfombra del cuarto, se dirigían a la puerta y podían meterse donde quisieran. Quiso llamar, pero un ronquido asmático, seguido por un silbido, fue todo lo que le emergió del pecho.

Al ingresar Aldo al dormitorio la encontró estática señalando los lentes, despatarrados sobre la alfombra y con un vidrio quebrado.

—¡Matalos, matalos!—chilló, recuperada del mutismo.

—¿A los lentes querés que mate, tremenda loca?

Entonces Lena entornó los ojos, hizo fuerza con los músculos de la cara, como si estos intervinieran en la captación de las imágenes, y pudo advertir que en realidad los animales no se movían, que estaban quietos y que uno de ellos tenía un cristal roto.

Aldo levantó los letales especímenes del suelo y trató de ponérselos a la aterrorizada mujer, pero ésta los empujó lejos de sí. El vidrio rajado se desprendió del marco y el otro se partió por el medio. Él rezongó por el precio, como si tuviera que pagarlo, y agarró a su esposa del brazo.

—No te está haciendo efecto la terapia, me parece...

—No...

—Necesitás choque eléctrico.

Lena lo miró como si le fuera totalmente desconocido, la tenaza de él apretó la húmeda mano de ella, que se alejó disimuladamente en busca de un espejo que la proveyera de evidencia contraria a la que le ofrecían sus poco confiables ojos. Pero no son los espejos, ni las fotografías, ni las cámaras, ni los retratos, los que pergeñan las imágenes, sino el oscuro proceso de la retina, miles de células y neuronas recreando sinérgicamente la información que viajará hasta el cerebro abordo de cientos de filamentos nerviosos.

—Qué te pasa—recriminó él, por qué te alejás.

Lena miró el suelo y lo vio rojo de alacranes. Se subió a la cama, completamente desquiciada, dando gritos de horror. Los animales caminaban dificultosamente unos sobres otros, constituían una marea creciente que pugnaba por desbordarse e infestar todos los ángulos de la casa. Aldo había fruncido el entrecejo y no dejaba de maldecirla.

Los niños oyeron los alaridos y aparecieron, curiosos.

—¡Váyanse, váyanse!—gritó ella, queriendo

protegerlos.

Pero él los retuvo.

—¡Miren a su madre, loca como una cabra!

Los hijos salieron corriendo ni bien zafaron de las tenazas del alacrán más grande, y se metieron a su cuarto y se pusieron a pensar.

—Choque eléctrico, choque eléctrico—repetía absurdamente el líder de la cuadrilla, mientras levantaba por encima de su cabeza una cola de mantícora que, de a poquito, desenvolvía su aguijón, reluciente y filoso.

Lena inició una serie de gritos desesperados, de esos que se oyen desde las casas vecinas. Los niños se revolvieron nerviosos en sus butacas de computadora y, después de la secuencia de aullidos desgarradores, incursionaron en la habitación marital, asustados.

—¡Andate, papá!—intervino el mayor, encarando a su progenitor con una asertividad de adulto.

Aldo los apartó con el brazo mientras el rostro se le enrojecía de bronca. Cada vez que no podía descargarse, una especie de escarlatina le teñía la cara, una corriente eléctrica que no había conseguido cable a tierra le rebotaba dentro sí, refractariamente. Sus hijos esperaban pacientes. La actitud que esgrimían prometía la escolta gratuita hasta la puerta.

Presa de unas palpitaciones hoscas, desiguales, aplastó los lentes que estaban en el suelo como si fueran una colilla de cigarrillo. Su mujer yacía arrojada en la cama, en estado de shock, previendo el desencadenamiento de esa lividez cada vez más cargada.

—Necesitás choque eléctrico—repitió él, con un rictus de repulsión, mientras una descarga le bajaba recta por la espalda, desde el cuello hacia el coxis, y se bifurcaba en las piernas, estremeciéndolo.

Lena se protegió con las manos, incoherente, pues las picaduras son letales en cualquier parte del cuerpo. Pero la mantícora comenzó a bajar la cola, cada vez más baja, cada vez más baja, hasta ponerla a ras del suelo. Asombrada, lo vislumbró dar media vuelta. El séquito de alacranes lo rodeó en círculo apiñándose a su alrededor en un santiamén y formando una montaña que lo cubrió hasta la cintura, como a un dios.

Cuando los niños cerraron la puerta cancel de la casa, Lena bajó a pies descalzos de la cama y caminó restablecida por el corredor. Las cosas volvían a ajustarse a su definición de objetos inanimados e inocuos y a su imposibilidad de moverse por sí mismas. No veía ni un solo alacrán, él se los había llevado a todos. Echó dos vueltas a la cerradura. Ahora sí, estaba segura, había encontrado el reservorio.




 

lo correcto

a veces lo correcto me ahoga
y me imagino
a lo correcto
dándole guiso de desapego
al shakespeare
en vísperas de romeo y julieta

a veces lo correcto
me grita bastate a vos misma,
aunque te falten pedazos

tiene razón
tal vez

pero nunca le grita
al que se lleva tus pedazos
bástate a vos mismo, cabrón
al que te oprime
bastate a vos mismo, joputa
al que te explota
bastate a vos mismo, ladrón

lunes, 4 de enero de 2016

Lámparas

En el bar al que entramos las lámparas de pie estaban suspendidas desde el techo, su base agarrada sin plafón. Una de las mujeres sostuvo:
―Somos nosotras las que estamos al revés.
Otra le contestó:
―Nosotras y los muebles, y los autos, y las casas...
―¡Caigamos!―dije yo―.¡Caigamos!
Y así fue como nos largamos, y se nos vino el mundo encima.

domingo, 3 de enero de 2016

Memoria

solo te pido memoria
decís
como si ésa
no fuera una condena

lo tuyo es una sombra
proyectada
vos sin memoria
hacés recuentos

la escultura de los galgos afganos
ya no la recordás
los nombres que les dimos

ayer caminé por los pisos bonitos
de la iglesia de columnas de colores
¿te acordás que dijimos
lo sagrado es el arte?
¿te acordás que salimos a la lluvia
como si el techo no nos abrigara?

ayer subí  las gradas del museo
y toqué a la pensadora
estaba tan grande que me sentí pequeña
pero estoy segura de que no ha crecido

no hay palabras que devuelvan la confianza
corazón
no hay palabras que devuelvan
lo perdido

tratá de no degradar los recuerdos
prologándolos sobre las ruinas


sábado, 2 de enero de 2016


no me preguntes a mí
no hay cosa más obtusa
que creer que yo sé algo
de todo esto
hacé lo que te salga del mate
escribí
lo que te empujen los dedos
lo que te ensucie la  tinta
lo que te estornude el piano
no hay normas que ofrecerte
no tengas miedo
si no se gusta o se disgusta 
es que estás muerto

viernes, 1 de enero de 2016

a veces
los vampiros llegan a persuadir
de que sus colmillos hacen transfusiones
y de que éstas son indispensables
para la supervivencia